El silbatazo final y el eco de la palabra “inmoral”


 

El estadio todavía temblaba cuando el árbitro señaló el final. El entrenador no levantó los brazos de inmediato. Miró primero al portero que había iniciado el partido… y luego al que lo había terminado. Dos rostros, una misma medalla. A su alrededor, la celebración era un río de abrazos; dentro de él, el triunfo era una mezcla más compleja: alivio, orgullo, cansancio, gratitud… y una sombra de anticipación.

Porque en el fútbol, la victoria no siempre apaga el fuego: a veces lo alimenta.

En el túnel hacia los vestidores, un asistente le susurró: “Ya salió… ya lo dijo”. En la pantalla del teléfono apareció el titular: “Falta de ética y moral: cambiar de portero al inicio es una traición”. El periodista lo había dicho con la seguridad de quien confunde certeza con verdad. Y lo había dicho fuerte, para que doliera.

El entrenador respiró lento. Recordó una idea antigua de Viktor Frankl: “Entre el estímulo y la respuesta hay un espacio”. En ese espacio —pensó— se juega más que un campeonato; se juega el carácter.

En el vestidor, la música competía con los gritos. El entrenador pidió bajar el volumen un instante. No por autoridad: por cuidado.

—Hoy ganamos —dijo—. Y hoy también vamos a sentir muchas cosas. Está permitido. Pero que nadie se quede solo con lo primero que le explote por dentro.

Había aprendido, con años de cancha, que la emoción no es un error del sistema. Richard Lazarus lo explicó con claridad: la emoción nace de cómo interpretamos lo que ocurre, de la evaluación que hacemos de la situación. El periodista interpretaba “cambio de portero” como “deslealtad”. El entrenador lo interpretaba como “ajuste táctico”, “lectura del rival”, “decisión de alto rendimiento”. Dos narrativas peleando por dominar el significado.

Y el significado —no el hecho— es lo que enciende o calma el corazón.

Algunas miradas se clavaron en el portero suplente, el que empezó. No estaba triste; estaba quieto, que es otra forma de estar triste. El otro portero, el que cerró el partido, sostenía la euforia con cuidado, como quien carga algo frágil.

El entrenador caminó hacia el primero. —Esto no fue un juicio sobre tu valor —le dijo en voz baja—. Fue una decisión sobre el momento. Tu trabajo fue digno. Tu mente, también. Aquí estaba el punto ético real, el que rara vez cabe en un titular: la ética no solo es “lo que decides”, sino cómo lo decides y cómo lo sostienes con los involucrados. Carl Rogers llamaría a eso respeto incondicional a la persona. Y en deporte, ese respeto se demuestra con conversaciones difíciles, no con frases bonitas.

La entrevista de prensa fue un escenario distinto: menos sudor y más juicio. El periodista levantó la mano con esa precisión de quien ya tiene la sentencia y solo busca el micrófono.

Aquí entraba James Gross, con su modelo de regulación emocional: no se trata de “no sentir”, sino de manejar cuándo, cómo y para qué expresamos lo que sentimos. El periodista había expresado su emoción como condena moral. El entrenador estaba intentando expresarla como conversación.

—Mire —dijo—, yo también he estado equivocado antes. No me creo infalible. Pero llamar “inmoral” a una decisión técnica sin conocer el contexto es una falta de precisión. Y en comunicación, la precisión es un deber. No lo dijo como ataque. Lo dijo como límite.

Esa noche, ya sin cámaras, el entrenador reunió al grupo en círculo. No habló de táctica. Habló de lo que queda cuando se apaga la luz: la emoción postcompetencia.

—Hoy el cuerpo sigue en modo guerra —explicó—. Mañana tal vez venga el vacío. Pasado, la crítica. Quiero que lo sepan para que no se sorprendan.

Les propuso tres acuerdos simples:

  1. Nombrar la emoción sin vergüenza. “Estoy eufórico”, “estoy dolido”, “estoy confundido”. Ponerle nombre reduce su dominio.
  2. Separar persona de decisión. “El cambio no define tu identidad”. (Aquí resonaba Bandura: la autoeficacia se protege cuando la evaluación es específica y no global.)
  3. Hacer una reparación inmediata. No esperar a que el resentimiento crezca. Una conversación hoy vale más que mil explicaciones en redes mañana.

Luego pidió la palabra al portero que inició. El jugador tragó saliva.

—Me dolió —dijo—. Pero cuando entró mi compañero, yo le dije: “Hoy somos dos manos del mismo equipo”.

Eso era madurez emocional en estado puro: sentir la herida sin convertirla en venganza.

El entrenador asintió.

—Eso —dijo— es campeonato. Lo otro es trofeo.

El entrenador no celebró esa media disculpa. Solo pensó que la mayor victoria de un líder no es ganar finales; es evitar que la crítica lo convierta en alguien que no reconoce.

Porque el manejo de emociones después de una competencia importante no consiste en posar de invencible. Consiste en integrar: alegría con humildad, orgullo con gratitud, dolor con aprendizaje, crítica con serenidad. Y, sobre todo, consiste en recordar que la autoridad no se demuestra gritando más fuerte, sino sosteniendo mejor el vínculo.

Conclusiones

  1. El día después del campeonato es emocionalmente más peligroso que el partido mismo: la euforia eleva la reactividad y reduce el autocontrol; por eso, el entrenador debe proteger al grupo del “impulso” (responder desde la rabia, la burla o la humillación).
  2. Confundir una decisión técnica con un juicio moral es una escalada innecesaria: llamar “falta de ética y moral” a un ajuste deportivo convierte un debate táctico en una condena identitaria, y eso suele activar defensividad, polarización y daño reputacional.
  3. La ética del liderazgo se juega en el “cómo” se sostiene la decisión: explicar, cuidar el vínculo, y diferenciar “tu valor” de “tu rol hoy” evita que el vestidor se fracture; la decisión puede ser discutible, pero el respeto no es negociable.
  4. La regulación emocional efectiva es límite + respeto: no se trata de “aguantar” la crítica ni de atacar al crítico, sino de poner fronteras claras (no aceptar descalificaciones personales) sin perder compostura ni humanidad.
  5. La comunicación deportiva tiene deber de precisión: el periodismo crítico es valioso, pero cuando se convierte en juicio moral absoluto sin contexto, pierde capacidad de análisis y gana capacidad de incendio.
  6. Aplicación directa al caso (solo anotación): tras el bicampeonato de Toluca en el Apertura 2025, el entrenador Antonio “Turco” Mohamed quedó en el centro de la polémica por cambiar de portero y el periodista David Faitelson lo calificó públicamente como un acto “sin ética y moral”; Mohamed respondió señalando que esa etiqueta estaba “desubicada” y pidió una disculpa, lo que escaló a un altercado posterior en el entorno mediático.
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Lo Privado, lo Confidencial y el Silencio Ético del Psicólogo del Deporte

En la psicología del deporte hay un momento que se repite una y otra vez: el atleta se sienta, respira, mira al suelo, y después de unos segundos parece abrir una puerta que pocas personas conocen. En ese instante, el psicólogo atraviesa un umbral invisible y entra en un territorio que no pertenece al club, ni al entrenador, ni a la prensa, ni siquiera al equipo que lo acompaña diariamente. Entra a la vida personal del deportista, ese espacio íntimo donde viven sus miedos más primarios, sus heridas más viejas, sus secretos más silenciosos.

Ese territorio es lo privado. Y lo privado es sagrado. Se trata del lugar donde el atleta deja de ser atleta. Ahí es hijo, pareja, hermano, persona vulnerable, ser humano en estado puro. Ningún profesional debería caminar por ese espacio sin el cuidado reverente que se tiene al entrar a un templo. Y, sobre todo, nadie tiene derecho a sacar de ahí nada que no sea estrictamente necesario para su bienestar.

Hay otra puerta, distinta, que el deportista también abre, aunque esta pertenece a un mundo más técnico: el vestidor emocional. Ese espacio donde no habla de su vida personal, sino de su vida deportiva. Donde reconoce sus dudas antes de competir, su diálogo interno, la presión del entrenador, las tensiones con sus compañeros, su manera de enfrentar el error, el cansancio, la exigencia, la disciplina. Todo aquello que ocurre en la vida invisible del deporte.

Ese segundo territorio es lo confidencial. Y lo confidencial es un pacto.

A diferencia de lo privado, lo confidencial sí forma parte de la estructura del rendimiento, pero aun así pertenece al atleta. El club puede solicitar información, el entrenador puede pedir orientación, los directivos pueden exigir explicaciones, pero la información no es suya. Es del deportista. El psicólogo solo tiene permiso para abrir parte de esa puerta cuando el atleta lo autoriza y siempre con un propósito claro: mejorar su bienestar y su desempeño, nunca para entregar información por presión jerárquica ni para ganar protagonismo dentro de la institución.

Y es justo entre estas dos puertas —la privada y la confidencial— donde se revela la verdadera ética del psicólogo del deporte.

Muchos buscan en este campo prestigio, reconocimiento, visibilidad, o incluso la ilusión de convertirse en parte de la gloria del atleta. Algunos se toman la foto con el medallista, presumen haber sido “la clave mental” del campeonato o insinúan que sin su intervención el rendimiento no habría brillado tanto. En esos momentos, la ética se desvanece como un espejismo, y la profesión pierde su dignidad.

Porque la verdad, la verdad profunda que solo quien ha estado en la trinchera emocional del alto rendimiento conoce, es que el éxito nunca es del psicólogo.
El psicólogo no corre, no salta, no anota, no resiste el dolor físico del entrenamiento, no escucha los abucheos desde la tribuna, no carga con el peso del marcador cuando faltan segundos. El psicólogo acompaña, sí. Orienta. Ilumina. Sostiene. Ayuda a ver lo que el atleta no veía y a organizar lo que parecía desorden. Pero el triunfo es de quien compite.

Creer lo contrario es una forma elegante de arrogancia.

La ética del psicólogo del deporte vive en su silencio.
En saber lo que nadie más sabe y guardarlo.
En escuchar historias que jamás contarán en televisión.
En proteger lo privado y manejar con prudencia lo confidencial.
En estar presente sin robar reflectores.

En desaparecer cuando llega la victoria y aparecer cuando el atleta cae.

El mejor psicólogo del deporte es el que no presume, sino el que acompaña con humildad. Es el que entiende que el prestigio se construye no con medallas ajenas, sino con la confianza que un atleta deposita cuando abre la puerta de su mundo interior. No hay fama que valga más que ese acto silencioso de entrega emocional.

Por eso, lo privado y lo confidencial no son solo categorías técnicas. Son fronteras morales. Son las señales que separan al profesional ético del oportunista. Y son, sobre todo, el recordatorio de que el psicólogo del deporte, más que intervenir, debe honrar la vida del atleta: su vida humana, su vida profesional y sus logros que, aunque uno haya sido parte del proceso, jamás serán propios.

En un campo donde todos quieren contar historias, la ética invita a ser guardián de ellas. No protagonista.

 

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Cuando el Esfuerzo No Encuentra Rival: La Fortaleza Psicológica del Atleta sin Competencia


Hay momentos en el deporte donde el entrenamiento alcanza su punto más alto, donde el cuerpo está afinado como un instrumento de precisión y la mente se encuentra lista para el reto. Sin embargo, también existen instantes donde el escenario preparado con tanto esfuerzo se desvanece: los rivales no llegan, la competencia se suspende o simplemente no hay contrincantes en la categoría.
Este tipo de situaciones, tan poco comprendidas por el público, son una prueba psicológica más exigente que la competencia misma.

Así le ocurrió a Guadalupe Navarro, una destacada paraatleta mexicana que se preparó con toda la disciplina, la entrega y el amor al deporte que caracterizan a los verdaderos campeones. Durante meses entrenó con rigor para los Juegos Parapanamericanos de Chile, afinando cada detalle de su técnica, cuidando su alimentación, su descanso, su fortaleza mental. Soñaba con representar a México en la pista, en la línea de salida, frente a sus rivales. Pero el destino le presentó otro tipo de reto: no había competidoras en su categoría.

El silencio del estadio, sin el estruendo de la competencia esperada, se convierte entonces en un eco profundo dentro del atleta. No hay salida, no hay cronómetro, no hay medalla que simbolice la lucha. Lo que queda es el espejo interno, la conciencia de haber llegado al punto máximo del esfuerzo, aunque no haya testigos.

La psicología del alto rendimiento enseña que la motivación del deportista se construye en tres niveles: la motivación por logro, la motivación intrínseca y la trascendencia. Cuando las dos primeras se ven interrumpidas —porque no hay competencia ni reconocimiento—, la tercera, la trascendencia, se convierte en el refugio mental. Guadalupe Navarro tuvo que encontrar en sí misma la razón de su preparación. La competencia no se dio, pero su entrenamiento no fue en vano. El cuerpo, la mente y el espíritu se habían transformado. El reto ya no estaba frente a ella, sino dentro de ella.

El verdadero atleta aprende que el valor del esfuerzo no depende del aplauso ni del resultado, sino del crecimiento interior. En esas circunstancias, el psicólogo deportivo juega un papel esencial: debe acompañar al atleta para reconstruir el sentido del logro. Se trabaja el enfoque cognitivo de la experiencia, ayudando al deportista a resignificar la ausencia del rival. No fue tiempo perdido, fue una inversión en fortaleza mental, una prueba invisible de resistencia emocional.

No competir cuando se está listo genera una forma sutil de duelo psicológico. Hay pérdida: la pérdida de la expectativa, del momento cumbre, de la descarga emocional planeada. El cuerpo estaba preparado para el estrés y la adrenalina; al no encontrar salida, el organismo y la mente deben reorganizarse. La frustración puede aparecer disfrazada de calma, pero en el fondo hay una sensación de vacío. En el caso de Guadalupe, el manejo emocional fue clave. Se trató de reencauzar la energía de la competencia hacia la gratitud y el orgullo personal. La pregunta cambió de “¿Por qué no competí?” a “¿Qué me deja esta experiencia como atleta y como ser humano?”. Esa transición mental representa el paso de la reacción emocional a la madurez psicológica.

Muchos dirían que no hubo competencia, pero sí hubo victoria. Una victoria silenciosa, interna, profunda. La preparación no fue en vano: cada día de entrenamiento fortaleció su disciplina, su carácter, su mentalidad. Competir no siempre significa estar en la pista; a veces significa mantenerse firme ante lo inesperado, sin perder la esencia de atleta. El deporte adaptado, en particular, tiene una dimensión heroica: no solo se lucha contra rivales, sino contra limitaciones físicas, logísticas y estructurales. Cuando el entorno no ofrece las condiciones justas, el atleta debe crear su propio escenario mental de competencia. Imagina, visualiza, compite contra sí mismo. Guadalupe, como tantos paraatletas, nos enseña que el rendimiento verdadero no depende de los otros, sino del dominio personal.

El psicólogo deportivo, ante estos casos, debe orientar al atleta a comprender que la grandeza del rendimiento no se mide por la cantidad de rivales, sino por la calidad del compromiso consigo mismo. La preparación sin competencia visible se transforma en un símbolo de pureza deportiva: entrenar no por el premio, sino por el amor al proceso.

En el caso de Guadalupe Navarro, su historia no termina con la ausencia de rivales, sino con la afirmación de que su esfuerzo no fue en vano. Fue una lección para todos: la victoria no siempre brilla en el podio, a veces resplandece en el silencio de quien supo mantenerse fiel a su sueño, aunque no hubiera contrincantes que lo presenciaran.


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Los contratiempos del viaje: desafíos psicológicos en la competencia deportiva


 Viajar para competir no solo significa trasladarse de un punto a otro; implica abandonar la zona de confort, modificar rutinas y enfrentar lo desconocido. Para muchos deportistas, el viaje es la antesala del éxito, pero también puede convertirse en un obstáculo silencioso que erosiona la concentración, la calma y el equilibrio mental. En psicología del deporte, los contratiempos de viaje son considerados *factores externos de estrés competitivo*, capaces de afectar el rendimiento tanto físico como psicológico.

Los retrasos de vuelo, los cambios de clima, la desorganización en los horarios, la alimentación inadecuada o las habitaciones incómodas son solo algunos ejemplos de variables que alteran el estado psicológico de los atletas. Cuando el cuerpo y la mente se ven sometidos a estas alteraciones, se modifica el ritmo biológico y se activa una respuesta de estrés. *Reilly y Edwards (2007)*, en su estudio sobre el **“jet lag deportivo”**, demostraron que la fatiga del viaje puede disminuir la atención sostenida, la precisión motora y la estabilidad emocional hasta por 48 horas posteriores al traslado. Aunque no siempre haya diferencia de husos horarios, el solo hecho de interrumpir la rutina ya implica una pérdida de control que el deportista debe aprender a manejar.

A nivel mental, los contratiempos generan una sensación de incertidumbre que altera la **preparación psicológica previa a la competencia**. Un atleta que no logra dormir adecuadamente o que llega al lugar con tiempo reducido experimenta ansiedad anticipatoria, dificultad para concentrarse y un aumento de pensamientos negativos (“no descansé bien”, “esto me va a afectar en el partido”). La mente, al perder el sentido de previsibilidad, comienza a enfocarse en los problemas en lugar de las soluciones.

He podido observar este fenómeno en distintos contextos de competencia. En un campeonato nacional universitario, por ejemplo, un equipo femenino llegó al partido inaugural tras un viaje de más de 10 horas por carretera. La fatiga, el malestar físico y la falta de sueño se tradujeron en un inicio lento, con errores tácticos y poca comunicación entre jugadoras. Sin embargo, el equipo que mejor manejó el impacto mental de ese mismo viaje fue el que incorporó una rutina psicológica previa: ejercicios de respiración en el autobús, visualización grupal y reencuadre positivo de la situación. Terminaron siendo las campeonas del torneo. La diferencia no estuvo en la condición física, sino en la **adaptabilidad psicológica**.

Este concepto —la *capacidad de reajustarse mentalmente a lo inesperado sin perder la dirección ni la motivación*— se ha convertido en uno de los pilares del rendimiento moderno. En 2016, *Gould* subrayó que los atletas olímpicos con mayor éxito no eran los que enfrentaban menos obstáculos, sino aquellos que **aceptaban los factores incontrolables** y mantenían su atención en los elementos que sí podían regular. En términos psicológicos, esto se traduce en una fortaleza cognitiva: el control del pensamiento bajo condiciones adversas.

Ante los contratiempos del viaje, el trabajo del psicólogo deportivo debe centrarse en tres ejes principales:

1. **Preparación anticipatoria:**

   Se trata de entrenar al deportista no solo para el éxito, sino también para las dificultades. La visualización de escenarios alternativos —retrasos, cambios de hotel, fallas logísticas— reduce el impacto emocional de lo imprevisto. El atleta aprende a esperar lo inesperado, manteniendo su estabilidad mental.

2. **Autoregulación emocional:**

   Técnicas como la respiración diafragmática, la meditación breve o el *mindfulness* ayudan a conservar la calma durante los trayectos. Estas estrategias reducen la tensión muscular, equilibran la frecuencia cardiaca y favorecen una mente más clara y controlada.

3. **Reencuadre cognitivo:**

   Es fundamental transformar el contratiempo en oportunidad. El mensaje que debe interiorizar el deportista es: *“Si puedo rendir bien incluso con dificultades, mi mente se está fortaleciendo.”* Este cambio de enfoque convierte el problema en entrenamiento psicológico y refuerza la autoconfianza.

El entrenador y el psicólogo deportivo pueden colaborar para que los momentos de viaje sean espacios de entrenamiento mental. Escuchar música relajante, escribir pensamientos positivos o realizar ejercicios de visualización son estrategias que ayudan a mantener la conexión con el objetivo. La clave está en que el deportista no perciba el viaje como un periodo de pérdida, sino como una fase activa de preparación psicológica.

En conclusión, los contratiempos del viaje no deben verse como enemigos del rendimiento, sino como oportunidades para fortalecer la mente competitiva. Cada retraso, cada noche incómoda o cada cambio de plan representa una lección sobre flexibilidad, control emocional y foco. El deportista que aprende a mantener su mente firme en medio de la inestabilidad se convierte en un competidor más completo, más maduro y más resistente. Porque en el alto rendimiento, **la verdadera competencia comienza mucho antes del silbatazo inicial: empieza en la mente del viajero**.

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El “VAR a pedido”: una nueva dimensión psicológica en el fútbol moderno

 

En el Mundial Sub-20, la FIFA ha introducido una innovación tecnológica llamada Football Video Support (FVS), conocida popularmente como “VAR a pedido”. Este sistema permite que los directores técnicos soliciten la revisión de una jugada mediante una tarjeta verde, otorgándoles un número limitado de oportunidades para hacerlo. A diferencia del VAR tradicional —donde un equipo de video asiste automáticamente al árbitro—, el FVS traslada la iniciativa al entrenador. Esta transformación no sólo implica un cambio técnico, sino también una revolución psicológica en la forma en que se toman decisiones dentro del fútbol.

Desde el punto de vista psicológico, el FVS introduce una nueva carga cognitiva para el director técnico (DT). Debe decidir, bajo presión y con recursos limitados, si vale la pena solicitar la revisión. La investigación sobre la toma de decisiones en el deporte (Raab & Johnson, 2007) demuestra que los entrenadores suelen apoyarse en la intuición rápida (heurística del experto) cuando el tiempo es reducido. Sin embargo, el FVS exige combinar intuición con estrategia racional, lo que incrementa la tensión mental. Decidir cuándo usar la tarjeta puede definir un resultado, pero también puede significar perder una oportunidad crítica más adelante.

Además, esta herramienta altera la dinámica emocional del equipo. Cuando el DT levanta la tarjeta verde, comunica a sus jugadores un mensaje claro: “confío en ustedes y exijo justicia”. Según Bandura (1997), este tipo de acciones refuerzan la autoeficacia colectiva, es decir, la confianza grupal en la capacidad de superar obstáculos. Sin embargo, el mal uso del sistema —por ejemplo, pedir una revisión innecesaria o perder una apelación— puede generar frustración y disminuir la concentración. La psicología del deporte ha demostrado que la sensación de injusticia arbitral es una de las principales causas de desregulación emocional en los jugadores (Lane & Terry, 2000), por lo que el FVS puede convertirse tanto en un estabilizador emocional como en un detonante de ansiedad, dependiendo de cómo se gestione.

Desde la perspectiva arbitral, el FVS también reconfigura la percepción de control y autoridad. Los estudios sobre el VAR (Frontiers in Psychology, 2022) muestran que, aunque aumenta la precisión de las decisiones, también incrementa la presión percibida por los árbitros, quienes sienten que su juicio está constantemente bajo revisión. El FVS amplifica este efecto, ya que la revisión es activada públicamente por un entrenador, lo que añade un componente social y mediático a la decisión. En consecuencia, el árbitro debe sostener la calma, mantener la comunicación con el equipo de video y preservar su liderazgo emocional en el campo.

En el plano táctico y emocional, el FVS también puede alterar el estado de flujo (flow) del equipo. Csíkszentmihályi (1990) describió este estado como la experiencia óptima de concentración y disfrute durante la ejecución deportiva. Una revisión inoportuna puede interrumpirlo, rompiendo el ritmo del juego. Por ello, los entrenadores deben considerar el momento del partido, la intensidad emocional y el estado mental de los jugadores antes de activar el recurso.

A pesar de estos riesgos, el sistema ofrece beneficios psicológicos notables. Mejora la percepción de justicia, refuerza la confianza del grupo técnico y reduce el impacto de errores arbitrales sobre la motivación. El psicólogo deportivo debe acompañar al entrenador en la planificación mental del uso del FVS, entrenando la toma de decisiones bajo presión y la regulación emocional posterior al resultado de la revisión. La clave está en preparar tanto al cuerpo técnico como al equipo para asumir el sistema como una herramienta de apoyo, no como una garantía infalible.

En conclusión, el “VAR a pedido” o FVS representa más que una innovación tecnológica: es un nuevo desafío mental en el fútbol moderno. Exige equilibrio entre razón y emoción, intuición y estrategia, justicia y autocontrol. El éxito de este sistema dependerá no sólo de su precisión técnica, sino de la madurez psicológica con la que entrenadores, jugadores y árbitros aprendan a convivir con él. La tecnología puede revisar una jugada, pero sólo la mente entrenada puede mantener el control del juego.


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Cuando el Error del Portero se Convierte en Marcador: Psicología y Resiliencia en el Fútbol


 En el fútbol todos los jugadores pueden equivocarse, pero no todos pagan el mismo precio. Un delantero que falla un mano a mano puede recibir otra oportunidad al minuto siguiente, un mediocampista que entrega mal un pase puede recuperarlo unos metros adelante, incluso un defensa que pierde la marca tiene compañeros detrás que lo cubren. El portero, en cambio, no tiene red de seguridad: cuando falla, el error suele terminar en gol. Su equivocación queda registrada no solo en el marcador, sino en la memoria colectiva de la afición, en los titulares de prensa y, sobre todo, en su propia mente.

Kevin Mier, portero de Cruz Azul, ha vivido esa experiencia. Algunos de sus errores puntuales se han convertido en goles en contra, generando un ruido mediático que no perdona. La crítica es inmediata, dura, y a menudo desproporcionada. Sin embargo, lo verdaderamente interesante no es detenerse en el señalamiento, sino comprender cómo un portero, en medio de ese torbellino emocional, puede manejar su error en la cancha, cómo puede trabajarlo en los entrenamientos, y cómo el grupo entero debe responder para que la herida no se extienda al rendimiento colectivo.

Cuando un portero comete un error en plena competencia, su primera reacción natural es la frustración: bajar la cabeza, recriminarse a sí mismo, incluso mirar al suelo buscando desaparecer. En ese instante se juega más que una jugada: se juega su capacidad de reaccionar psicológicamente. La diferencia entre un arquero que se hunde y otro que se repone está en la forma en que gestiona ese minuto posterior al fallo. Algunos respiran profundo, levantan la cabeza y se obligan a mantener el lenguaje corporal de confianza; otros utilizan frases cortas para sí mismos, casi imperceptibles, que funcionan como un reinicio: “voy por la siguiente”, “esto no me define”. El secreto está en no permitir que la mente siga atada al error, porque el partido no se detiene y el siguiente balón siempre llega. El reseteo mental es una herramienta indispensable: si el portero no la aplica, arriesga su concentración durante todo el encuentro.

Ahora bien, ese control no surge mágicamente en el estadio, sino que se entrena durante la semana. El trabajo psicológico en entrenamientos es tan importante como los ejercicios técnicos. No basta con repetir atajadas para perfeccionar el gesto, se debe entrenar también la mente para enfrentarse al recuerdo del error sin miedo. Los porteros que trabajan la visualización, por ejemplo, reviven mentalmente jugadas similares a las que fallaron, pero imaginando la respuesta correcta. El cerebro graba esas imágenes como experiencias reales y construye nuevas rutas de confianza. También es necesario exponer al arquero en situaciones de presión dentro de la práctica: recrear centros, tiros lejanos o salidas en los que ya se equivocó, y repetir hasta que la acción deje de ser amenaza para convertirse en rutina. Incluso hay dinámicas en las que se le permite fallar varias veces seguidas con la indicación de continuar inmediatamente, aprendiendo a soltar el error como parte del juego.

Muchos porteros, además, desarrollan micro-rituales que funcionan como botones de reinicio. Algunos golpean sus guantes, otros tocan los postes, otros hacen un gesto hacia el cielo. Son rutinas aparentemente banales, pero en realidad son anclas emocionales que les recuerdan que la siguiente jugada no tiene por qué estar condicionada por la anterior. Lo importante es que cada arquero encuentre su propio código personal, esa señal que le permite cortar el círculo vicioso de la culpa.

La psicología del error no se limita al individuo. Un error de portero también pone a prueba al grupo entero. Si los defensas comienzan a mirar al arquero con desconfianza, si el entrenador se desespera y si la tribuna multiplica la presión, el equipo corre el riesgo de fracturarse. Por eso, el respaldo inmediato de los compañeros es esencial. Cuando un defensa se acerca al portero después de un fallo, lo levanta con una palmada y lo incluye de nuevo en el partido, no solo ayuda a su compañero, sino que transmite un mensaje poderoso: seguimos siendo un equipo, seguimos todos juntos.

El discurso interno del grupo es otro factor decisivo. En lugar de señalar al portero como culpable, el entrenador y los líderes deben recordar que los goles encajados siempre son producto de una cadena: antes hubo un pase perdido, una marca floja o una presión que no se ejecutó. La reunión posterior al partido debe construirse desde la resiliencia y el análisis colectivo, no desde el señalamiento individual. De esa manera, el error deja de convertirse en una carga personal y se transforma en aprendizaje compartido.

El caso de Kevin Mier encierra precisamente esa enseñanza. Sus errores han sido visibles y comentados, pero también le han dado la oportunidad de construir carácter. Ser portero de un club grande como Cruz Azul significa vivir bajo una lupa constante. Cada atajada se celebra con euforia, pero cada error se magnifica como si fuera definitivo. Ese entorno hostil puede destruir a un jugador frágil, pero también puede forjar a uno más fuerte. El error, entonces, se convierte en un espacio para crecer, no para rendirse.

En última instancia, lo que define la carrera de un portero no es el número de goles que recibe por equivocaciones puntuales, sino la capacidad de levantarse cada vez que cae. Un arquero que aprende a resetearse en el momento, que trabaja mentalmente en la semana y que cuenta con el respaldo de su equipo, transforma los errores en cicatrices de experiencia. El marcador podrá registrar un gol en contra, pero la mente del portero puede registrar algo más profundo: la certeza de que incluso después del fracaso, la grandeza se construye en la manera de levantarse.

El error, en el fútbol, es inevitable. Lo que hace la diferencia es cómo se vive después de él.

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Canelo Álvarez vs Crawford: La Derrota que se Forjó en la Mente


 

El boxeo, como toda disciplina de alto rendimiento, no solo se libra con los puños: se libra en la mente. En la última pelea entre Saúl “Canelo” Álvarez y Terence Crawford, el drama no estuvo únicamente en las combinaciones de golpes, sino en los silencios, las miradas y las emociones que fueron transformando a un campeón en un hombre atrapado en su propio laberinto psicológico.

Hasta el quinto asalto, el combate se mantenía parejo, pero en el round 6 apareció la grieta mental. Canelo comenzó a desesperarse al ver que sus golpes no dañaban a Crawford y, en lugar de escuchar a su esquina, buscó resolver por sí mismo. Desde ahí, cada asalto fue un descenso: en el 7, la frustración lo hizo errar más; en el 8, se desconectó de las instrucciones; en el 9, su ego exigía un nocaut imposible; en el 10, el contraste con la calma de Crawford lo quebró; en el 11, la resignación asomaba; y en el 12, ya no peleaba como campeón, sino como hombre herido que intentaba resistir el epílogo.
Como dijo Muhammad Ali: “Las peleas se ganan o se pierden lejos de las luces, en la mente, mucho antes de subir al ring.”

Perder no es solo ceder títulos; es desnudar la vulnerabilidad. La derrota significó la caída de todos los campeonatos, pero más aún, un golpe a la identidad. Nietzsche escribió: “Quien tiene un porqué para vivir, puede soportar casi cualquier cómo.” El problema para Canelo es que su “porqué” estaba atado a la imagen de invencible. Como profesional, siente la pérdida del reconocimiento; como deportista, la frustración de que la preparación no alcanzó; como persona, enfrenta el espejo más cruel: aceptar que la grandeza no es eterna.

Tras la tormenta, se abren tres caminos:

  1. Solicitar la revancha, arriesgándose a ser exhibido otra vez.
  2. Retirarse con la derrota, cargando con la herida abierta.
  3. Buscar otro rival, pero escuchando la crítica: “¿Por qué no enfrentar a quien te arrebató la corona?”

El psicólogo José María Buceta recuerda que “la verdadera victoria no está en ganar, sino en manejar con inteligencia la derrota.” Esa es ahora la batalla más difícil.

El público y la prensa se convierten en jueces implacables. Si pide revancha, arriesga la humillación; si la evita, arriesga el señalamiento de cobarde. Aquí la resiliencia se convierte en el único recurso: “El coraje no es la ausencia de desesperación, sino la capacidad de seguir adelante a pesar de ella,” escribió Rollo May.

La derrota ante Crawford no fue producto de un golpe devastador, sino de un desgaste mental progresivo desde el sexto round. La caída no borrará lo construido, pero sí pondrá a prueba la esencia del Canelo: ya no el mito, sino el hombre que debe decidir si se levanta, se reinventa o se despide. En el boxeo, como en la vida, la verdadera pelea siempre está dentro de uno mismo.

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La psicología de Renata Zarazúa: la mente que venció a una Top Ten

 

Nueva York. — En la catedral del tenis estadounidense, Renata Zarazúa, de 27 años, rompió una de las barreras más pesadas del deporte mexicano: derrotar a una Top Ten mundial. Su triunfo ante Madison Keys, sexta del ranking, con parciales de 6-7, 7-6 y 7-5 tras más de tres horas de batalla, no solo es un resultado histórico. Es, sobre todo, la muestra de que en el alto rendimiento la mente es el arma decisiva.

Porque la historia podría haber terminado en el primer set, cuando la mexicana cedió en un tiebreak que parecía inclinar el partido hacia la lógica del ranking. Sin embargo, la psicología competitiva de Zarazúa emergió como un factor diferenciador: no se derrumbó ante la adversidad, sino que la utilizó como combustible.

El segundo set fue un examen de paciencia y temple. Con la presión del público y la fuerza de una rival local, Zarazúa eligió la herramienta mental que distingue a los atletas de élite: la capacidad de sostenerse en el presente. Punto a punto, respiración tras respiración, no se dejó arrastrar por el error ni por la ansiedad del desenlace. Allí se vio la madurez de una deportista que entiende que el control interno es tan importante como la potencia de un saque o la precisión de un revés.

En el tercer set, con las piernas pesadas y el cansancio acumulado, apareció otro componente clave: la resiliencia psicológica. La mexicana convirtió el desgaste físico en un desafío mental. Mientras Keys mostraba signos de frustración, Zarazúa desplegó un lenguaje corporal firme, confiado, capaz de enviar un mensaje silencioso pero poderoso: “aquí sigo, no me voy a romper”.

Más allá del resultado, este partido obliga a la reflexión sobre el tenis y el deporte mexicano. Durante décadas, los atletas nacionales han convivido con la sombra del “casi”: llegar lejos, competir con dignidad, pero no dar ese salto que se escribe en la historia grande. Zarazúa acaba de demostrar que ese límite no es físico ni técnico, sino sobre todo mental.

Su victoria en Nueva York es una metáfora: México tiene talento, pero necesita entrenar la psicología de la excelencia. Porque el talento abre la puerta, pero es la mente la que sostiene el paso frente a la presión de la élite.

En la noche en que venció a Madison Keys, Renata Zarazúa no solo ganó un partido. Derribó una barrera cultural: la idea de que los mexicanos no pueden imponerse a las potencias en la cancha más grande. Con cada punto, con cada grito, dejó claro que la verdadera Top Ten no está en el ranking, sino en la mente que sabe resistir, creer y ejecutar en el momento decisivo.

 

Esa es la victoria más profunda.


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Entre la Diversión y la Competencia: El Dilema Oculto del Alto Rendimiento

 

El deporte de alto rendimiento, con toda su exigencia, es un escenario donde conviven emociones contradictorias: la presión por competir y el deseo de disfrutar. Este choque ha sido interpretado durante décadas como una dicotomía irreconciliable: o el atleta se entrega al rigor competitivo hasta el sacrificio total, o privilegia el gozo del juego sin alcanzar la excelencia. Sin embargo, esta aparente contradicción podría ser un espejismo generado por nuestros propios sesgos cognitivos.

Caemos con facilidad en el sesgo del resultado, reduciendo el valor del deportista a si gana o pierde; ignoramos el proceso formativo que lo sostiene. También incurrimos en el sesgo de supervivencia, pues solemos estudiar solo a los campeones olímpicos o mundiales, sin mirar a quienes, con igual esfuerzo y talento, no llegaron al podio. Y, sobre todo, nos dejamos atrapar por el falso dilema: pensar que diversión y competencia son fuerzas opuestas, cuando en realidad pueden coexistir en tensión creativa.

El destacado entrenador y metodólogo Tadeus Kevka  lo expresó con claridad: “El verdadero secreto del atleta de excelencia no está en sacrificar la sonrisa por la victoria, sino en sostener la chispa del juego dentro del fuego de la competencia.”

La investigación científica lo respalda. De acuerdo con la Teoría de la Autodeterminación de Deci y Ryan (1985), los atletas que sostienen una motivación intrínseca —disfrutar el entrenamiento, aprender de los errores, perfeccionar la técnica— muestran mayor resiliencia, menor desgaste y carreras más largas. En contraste, quienes dependen exclusivamente de la motivación extrínseca —reconocimiento, dinero, medallas— tienden a sufrir mayor ansiedad, burnout y abandono prematuro.

Este hallazgo conecta directamente con la diferencia entre objetivos de proceso y objetivos de resultado.

* Los **objetivos de resultado** se centran en ganar: ser campeón, romper un récord, vencer al rival. Son visibles, atractivos y motivadores, pero en gran medida están fuera del control del atleta.

* Los **objetivos de proceso** se enfocan en aquello que el deportista controla: ejecutar correctamente la técnica, mantener la atención plena, regular la respiración bajo presión, sostener la actitud competitiva durante todo el encuentro.

Cuando el atleta orienta su mente al proceso, ocurren dos fenómenos clave:

1. **Disminuye la ansiedad competitiva**, porque deja de luchar contra factores externos que no controla (el rival, el clima, las decisiones arbitrales).

2. **Se incrementa la sensación de disfrute**, ya que cada entrenamiento y competencia se convierten en oportunidades de aprendizaje y autoexploración, no en juicios definitivos sobre su valor personal.

El dilema puede ilustrarse con una analogía sencilla: **el arco y su cuerda**.

* Una cuerda floja no dispara: representa al atleta que solo juega sin disciplina ni exigencia.

* Una cuerda demasiado tensa se rompe: es el deportista que vive únicamente para el resultado, atrapado en la presión.

* La excelencia surge en la **tensión justa**, cuando el arquero se concentra en el proceso de apuntar y soltar, no en la obsesión por ver la flecha ya clavada en el blanco.

Esta mirada no significa restar importancia a los logros. Al contrario, revaloriza la competencia, pero desde una base sostenible. Como ha mostrado **Csikszentmihalyi (1990)** en su teoría del *flow*, el estado óptimo de rendimiento aparece cuando los desafíos son altos pero las habilidades también, y el atleta está plenamente concentrado en la tarea, disfrutando el proceso. El resultado, en esos casos, suele llegar como consecuencia natural.

El dilema entre diversión y competencia en el deporte de alto rendimiento no es real, sino un producto de nuestra manera de pensar. La clave para resolverlo no está en elegir entre uno u otro, sino en **cambiar el enfoque de los objetivos**. Los **objetivos de resultado** son importantes porque dan dirección y sentido, pero deben convivir con los **objetivos de proceso**, que sostienen la motivación, reducen la ansiedad y preservan el gozo del juego. Solo así el deportista puede vivir la competencia como un espacio de crecimiento y no como una condena.

Como decía Viktor Frankl, *“quien tiene un porqué, soporta cualquier cómo”*. En el deporte, ese “porqué” no puede ser únicamente la medalla: debe ser también el disfrute del camino, la mejora diaria, la sensación de que cuerpo y mente entran en sincronía. La excelencia, entonces, no surge de la renuncia al juego ni del sacrificio ciego, sino de la armonía entre rigor y disfrute. Porque sin juego no hay grandeza, y sin grandeza, la victoria es solo una medalla vacía.


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La Confianza en Exceso, un Enemigo que Juega contigo Pero en tu Contra.


 

En el deporte, hay rivales que se estudian en video, se analizan en pizarras y se enfrentan cara a cara. Pero existe otro, más sigiloso y traicionero, que no viste uniforme ni aparece en la lista de alineaciones: el exceso de confianza. Es un enemigo silencioso que se infiltra en la mente de los atletas cuando las victorias se vuelven costumbre y los aplausos empiezan a sonar más fuerte que las advertencias.

La historia está llena de favoritos que se desplomaron en el momento clave. Sucede en todas las disciplinas y en todos los niveles. El guion casi nunca cambia: el equipo o el atleta llega con un historial impecable, con la prensa augurando un resultado obvio, y con un rival que parece menor. Y ahí, en esa aparente certeza, se instala el virus de la relajación. Se entrena un poco menos, se concentra un poco menos, se corre un poco menos… porque “ya está ganado”.

Mike Tyson, el hombre que infundía miedo antes de lanzar el primer golpe, lo aprendió de la manera más dolorosa en 1990, cuando subestimó a Buster Douglas. La derrota no llegó solo por un golpe certero; llegó mucho antes, en los entrenamientos flojos, en la falta de preparación, en la confianza excesiva de quien cree que su nombre basta para ganar. La campana de esa noche en Tokio fue más que el inicio de un round: fue una lección universal para el deporte.

El exceso de confianza no siempre se nota como arrogancia. Muchas veces se disfraza de calma, de sonrisas en el calentamiento, de bromas en el vestidor. Y es peligroso porque adormece los reflejos y apaga la intensidad. El jugador que antes disputaba cada balón como si fuera el último, ahora deja pasar uno, y luego otro, convencido de que habrá tiempo para recuperarse. Pero en el deporte, el tiempo no se recupera.

Los psicólogos deportivos insisten en que la mejor manera de combatir este fenómeno es mantener la mente en modo reto. Los campeones no se conforman con ganar, buscan mejorar aun cuando ya van por delante. Messi entrenando bajo lluvia, Serena Williams repitiendo un saque una y otra vez, Novak Djokovic trabajando su concentración incluso después de un título… son ejemplos de que la excelencia no se alimenta de la fama, sino de la disciplina constante.

En el deporte, la confianza es necesaria, pero debe estar siempre acompañada de humildad competitiva. Porque el exceso de confianza puede ganar partidos en la imaginación, pero en la realidad, solo la preparación y la concentración los sellan en el marcador. La próxima vez que escuches a alguien decir “esto ya está ganado”, recuerda que los trofeos no se entregan antes del silbatazo final. Y que el rival más difícil no siempre está en frente… a veces está en tu propia cabeza.

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Pelea Mental Antes del Golpe: El Día que Ali Psicologeó a su Propio Equipo

 

Era la víspera de una de las peleas más esperadas del siglo. En un rincón, George Foreman, el invicto, el hombre con puños de acero, que había destruido a todos sus rivales con frialdad quirúrgica. En el otro, Muhammad Ali, el poeta del ring, el bailarín entre las sogas, el rebelde que hablaba tanto como golpeaba, aunque ahora, mientras se vendaba las manos, parecía hablar poco. Pero no por falta de confianza… sino porque estaba observando.

Miró a su equipo. Esos hombres que lo habían acompañado durante meses, afinando cada músculo, puliendo cada reacción, alimentándolo no solo de comida sino de horas de estrategia, de esfuerzo compartido, de fraternidad silenciosa. Y sin embargo, sus rostros eran pálidos, sus ojos huidizos, como si ya supieran el final de la historia.

“¿Por qué lucen tan asustados, como si fuera mi funeral? Yo soy el que va a pelear.” La voz de Ali, clara, sin ira, partió el aire con una mezcla de sorpresa y decepción. No estaba reclamando. Estaba despertándolos. Porque a veces, incluso los más cercanos pueden olvidarse del pacto: si entrenamos juntos, también creemos juntos. Ali no solo necesitaba una esquina que le pasara la toalla. Necesitaba corazones firmes que le devolvieran la mirada con fe.

“Se creyeron toda esa basura que decían sobre mí… sobre que me van a matar.”
Lo dijo casi con ternura. Sabía lo que el miedo hace en la mente: la infecta de lo ajeno. Los suyos habían dejado entrar el relato del enemigo, ese cuento de que Foreman era invencible, de que él, Ali, ya era un mito gastado. El problema no era Foreman. Era la rendición interna de su equipo. Y entonces, Ali hizo lo que hacen los grandes líderes: no se defendió. No suplicó. No se aisló. Reeducó. Se levantó como un psicólogo que conoce a su paciente y le dice: “Tú vales más que lo que te estás diciendo ahora.” Porque cuando alguien cercano deja de confiar en ti, muchas veces es porque ha dejado de confiar en sí mismo.

“Ustedes son mis amigos y me prepararon. El público nos espera.”
En esa frase estaba la clave de todo. Ali los regresaba al centro del escenario: nosotros. No yo. Los integraba. Les devolvía el protagonismo. Porque sabía que si la mente del equipo estaba vencida, esa emoción lo envolvería también a él al salir al ring. “Al demonio con Foreman y al demonio esas dudas de ustedes hacia mí.”

Ahí, con esa frase cargada de fuego, Ali rompió el hechizo. El miedo ajeno ya no tenía permiso de vivir en su espacio. Porque lo que estaba en juego no era solo una pelea, era la integridad de la creencia colectiva, la autoridad de la preparación, la dignidad del camino recorrido. ¿De qué sirve entrenar si al final no confías en lo que hiciste? “Si cuando salgamos y lo vean, sonrían y digan: ‘Ali es grande’.”

No era una orden de vanidad. Era un ritual psicológico. Una programación emocional para entrar con la actitud correcta. Sonreír, decir, creer… todo eso entrena el alma antes de que el cuerpo reciba el primer golpe. Era la forma de neutralizar la duda con acto simbólico. Porque el cuerpo sigue al lenguaje. Y el lenguaje edifica la emoción. “¿Creen que ganaré la pelea si salgo pensando como ustedes?” Esa pregunta los desnudó a todos. Porque Ali tenía razón: la mente anticipa lo que permite. Y si no se permitían la victoria, ni la imaginación, ni la táctica, ni el esfuerzo los llevaría a ella. Ganar empieza en el pensamiento, no en el golpe.

“Ustedes son los que me prepararon… pues confíen en ustedes. Y en especial, confíen en mí.” Ali les dio una última oportunidad. De recordar por qué estaban ahí. De volver a creer. Les tendió la mano sin rencor, como quien comprende que a veces, incluso los más fuertes necesitan ser recordados de su fortaleza.

Ese día, Ali no solo venció a Foreman. Venció a la narrativa del miedo, a la fragilidad emocional del entorno, a la presión mediática, a los fantasmas que sus propios hombres habían dejado entrar. Les devolvió la fe. Les recordó que no basta con hacer las cosas bien: hay que creer en lo que uno hace. Que si alguien va a la batalla por ti, lo mínimo es que creas que va a volver.

Y así, entre vendajes y miradas revueltas, se dio la verdadera victoria: la pelea mental antes del golpe.


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La Mentalidad de Alto Rendimiento en la Adolescencia


 Lía y Mía Cueva flotan unos segundos en el aire antes de zambullirse en el agua con la precisión de un reloj suizo. Son adolescentes mexicanas, hermanas, amigas y clavadistas. En el Mundial de Singapur 2025, conquistaron la medalla de bronce en la final de trampolín de 3 metros sincronizado. Pero su verdadero logro va más allá del podio. Su historia representa una respuesta viva y dinámica a una pregunta esencial que muchos entrenadores, familias y psicólogos deportivos enfrentan hoy:

La alta competencia deportiva se ha convertido en un sistema que exige precocidad. Atletas de élite emergen cada vez más jóvenes, enfrentando rutinas exigentes que demandan excelencia física, táctica, técnica y psicológica. Sin embargo, en medio de esta carrera por el rendimiento temprano, a menudo se olvida que el adolescente no es un adulto pequeño, sino un ser humano en plena formación. Su estructura psicológica está en construcción: identidad, autonomía, autoestima, propósito. Todo está en juego.

Desde la psicología del desarrollo, la adolescencia es un tiempo de crisis positiva. Las estructuras infantiles ya no sirven, y el adulto todavía no está formado. Hay un espacio de transformación donde el adolescente busca respuestas a tres grandes preguntas: ¿Quién soy? ¿Qué valgo? ¿Para qué sirvo? En este marco, introducir la mentalidad de alto rendimiento puede ser una herramienta valiosa si se hace de forma ética, consciente y progresiva. Pero también puede convertirse en una carga aplastante si se impone con los códigos del adulto competitivo y resultadista, sin respetar los tiempos psicológicos de maduración.

El proyecto deportivo de Lía y Mía fue cuidadosamente planificado por un equipo interdisciplinario que entendía la diferencia entre formar campeonas y formar personas que eligen competir con grandeza. El proceso partió de una base clara: el deporte no debía sustituir la vida emocional, social ni educativa de las adolescentes. Debía integrarse a ella como un componente significativo. Este enfoque permitió que sus entrenamientos fueran exigentes pero no tóxicos. Aprendieron a convivir con la disciplina sin perder la curiosidad ni la alegría. A diferencia de muchos otros proyectos centrados en el resultado, sus entrenadores y psicólogos comprendieron que la medalla era un efecto, no una causa. Lo primero era cultivar una relación sana con el deporte, el cuerpo, el error y la victoria.

Uno de los principales errores al trabajar con adolescentes en el alto rendimiento es fomentar una identidad rígida: “soy deportista y nada más”. Esto genera un desequilibrio peligroso: si fallan en el deporte, sienten que fallan como personas.

Otro gran error es usar recompensas externas como única fuente de motivación: aplausos, fama, becas, atención mediática. Si bien estas tienen un lugar, no deben ser el motor principal. La motivación más sostenible es la que nace de dentro: el placer por mejorar, el gozo del reto, la conexión con el cuerpo.

Lía y Mía fueron guiadas para encontrar ese tipo de motivación. Se les ayudó a convertir los entrenamientos en desafíos personales, no en pruebas para complacer a otros. De esta forma, cuando fallaban, no se hundían. Y cuando ganaban, no se perdían en el ego.

La presión en el alto rendimiento es inevitable. Pero no es lo mismo vivir bajo presión que vivir oprimido. Una de las competencias más importantes que desarrollaron fue la regulación emocional: aprender a respirar, soltar, observar sus pensamientos sin dejarse arrastrar por ellos.

En su entrenamiento mental, se les enseñó a vivir cada competencia como una oportunidad, no como un examen. A reconocer el nerviosismo como parte del juego, no como un signo de debilidad. Y sobre todo, a poner los resultados en perspectiva: un día malo no destruye su valor, ni un triunfo las convierte en invencibles.

El alto rendimiento en adolescentes no es una utopía ni una amenaza en sí mismo. Todo depende de cómo se transita. No se trata de bajar la exigencia, sino de elevar el nivel de conciencia. De entender que el cuerpo de un atleta puede rendir al máximo sin que su mente se rompa. De asumir que un deportista adolescente no está terminando su camino, sino apenas comenzando.

Lía y Mía Cueva demostraron en Singapur que se puede volar alto sin perder el alma en el intento. Su medalla de bronce no es solo un logro deportivo: es una lección ética, pedagógica y psicológica. Nos recuerda que el verdadero salto es interno: se trata de crecer, competir y aprender sin dejar de ser humanos.

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Benjamin Gil, Una Mentalidad Enorme


 

Cuando pensamos en figuras emblemáticas del béisbol mexicano, el nombre de Benjamín “Benji” Gil surge con fuerza. No solo por sus logros, sino por la historia que hay detrás de cada jugada, cada temporada y cada título. Para entender su grandeza en el deporte, es necesario asomarnos no solo a su habilidad con el bate o el guante, sino a la mente que lo acompañó durante más de dos décadas en la élite.

Desde joven, Benji no solo fue un jugador talentoso, sino alguien que sabía que el béisbol era más que un juego físico. Sabía que el verdadero desafío estaba en el equilibrio mental, en mantener la motivación día tras día, año tras año. La larga travesía de 21 años en el béisbol profesional no se sostiene solo con fuerza o destreza, sino con una resiliencia que se forja en el fuego de la adversidad. No hay carrera sin obstáculos: lesiones, derrotas inesperadas, cambios de equipo y la constante presión de rendir en escenarios donde el mínimo error puede costar caro.

Pero Gil encontró en esos retos una fuente de aprendizaje. Su mente, entrenada para recuperarse y adaptarse, construyó un camino donde cada dificultad era un peldaño para crecer. Su motivación no dependía exclusivamente de premios o reconocimientos, sino de una pasión intrínseca por ser mejor que ayer, por alcanzar la excelencia, sin importar las circunstancias. Esa fuerza interna lo llevó a ganar cuatro campeonatos en la Liga Mexicana del Pacífico, títulos en la Liga Mexicana de Béisbol y dos coronas en la prestigiosa Serie del Caribe.

El paso de los años trajo consigo un nuevo rol: de jugador a manager. Aquí, la psicología del deporte se manifiesta en otra dimensión. Gil comprendió que liderar un equipo no es solo dictar estrategias, sino inspirar, conectar y motivar. Como mánager, su éxito radica en su habilidad para comprender a sus jugadores, para manejar las emociones colectivas y crear un ambiente donde la confianza y la cohesión son la base del triunfo.

Dirigir a la selección mexicana en el Clásico Mundial de Béisbol representa un desafío inmenso, no solo técnico, sino emocional. Bajo el reflector internacional, con millones de expectativas, mantener la calma, tomar decisiones acertadas y contagiar seguridad es tarea de un líder con una fortaleza mental excepcional. Benji Gil encarna ese tipo de líder, capaz de transformar la presión en energía positiva, y el miedo en oportunidad.

Más allá de las estadísticas, lo que define a Gil es su capacidad para regular sus emociones, para no dejar que la ansiedad o la frustración dominen su juego. Esa estabilidad emocional se transmite a su equipo, generando un efecto multiplicador que fortalece la mentalidad ganadora colectiva.

Finalmente, la historia de Benjamín Gil es una lección viva de cómo el deporte exige más que talento físico. Requiere una mente entrenada para la perseverancia, el liderazgo y la autorregulación. Es la combinación de estas cualidades psicológicas la que ha forjado su legado, convirtiéndolo no solo en un campeón dentro del diamante, sino en un referente inspirador para todas las generaciones que sueñan con triunfar en el béisbol y en la vida.

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La Psicología del Puntero en un Equipo de Ciclismo de Ruta


 El ciclismo de ruta no es solo una prueba de resistencia física, sino un arte colectivo que combina estrategia, sacrificio y precisión mental. Dentro de la estructura de un equipo ciclista, el puntero —también conocido como líder de carrera o “capitán de ruta”— representa la figura clave, alrededor de la cual gira la estrategia del equipo. Más allá de su capacidad atlética, el puntero necesita dominar habilidades psicológicas altamente sofisticadas: autoconfianza inquebrantable, gestión emocional en momentos límite, liderazgo por influencia, tolerancia a la presión, y pensamiento estratégico en tiempo real. Este ensayo explora estas dimensiones psicológicas que construyen al puntero como figura mentalmente dominante en un deporte altamente colectivo y competitivo.

El puntero no siempre es el más rápido en un sprint ni el más explosivo en la montaña, sino el más inteligente psicológicamente en la toma de decisiones durante la carrera. Es quien entiende el ritmo, interpreta las condiciones del pelotón y visualiza los escenarios futuros en medio de la fatiga extrema. Esta anticipación estratégica requiere pensamiento flexible y una alta capacidad para procesar información bajo estrés, habilidades que la psicología del alto rendimiento entrena mediante técnicas de visualización, simulaciones de carrera, toma de decisiones en segundos y tolerancia a la ambigüedad.

La figura del puntero es la del líder silencioso, que debe demostrar fortaleza interna incluso cuando su cuerpo clama por detenerse. Su seguridad no solo le sirve a él, sino que se proyecta hacia el resto del equipo, que se motiva al ver a su líder firme en su objetivo. En psicología del deporte, esta autoconfianza se cultiva mediante el entrenamiento mental, la autoafirmación, la gestión del diálogo interno y el desarrollo de una identidad mental fuerte que no depende de los resultados sino del proceso.

Además, el puntero debe tener una capacidad superior para regular sus emociones. Saber cuándo atacar, cuándo contenerse, cuándo delegar, cuándo resistir la provocación de un rival, requiere más que piernas: requiere un dominio emocional aprendido. La técnica de mindfulness competitivo y el control de la respiración ayudan a mantener la mente centrada en el presente, sin que el miedo al fracaso o el deseo de gloria nublen el juicio.

En el ciclismo de ruta, el puntero no gana solo: necesita del gregario que le corta el viento, del compañero que va por agua, y del director técnico que da instrucciones. El puntero exitoso no impone su liderazgo; lo construye mediante la confianza mutua, la empatía táctica y la visión compartida del objetivo. En este sentido, su liderazgo se parece más al del director de orquesta que al del general militar.

 El puntero debe conocer a su equipo no solo físicamente, sino emocionalmente. Saber quién responde bien bajo presión, quién necesita un grito motivador, y quién se derrumba con el mínimo contratiempo. Esta inteligencia interpersonal es esencial, y se entrena con sesiones grupales de cohesión, comunicación no verbal y simulaciones bajo presión psicológica.

Pese a estar rodeado, el puntero también experimenta la soledad del liderazgo, especialmente en momentos donde debe decidir sin consultar, o sacrificar una victoria personal por el bien del equipo. En estos momentos, emerge una dimensión ética y psicológica: el sentido del deber por encima del ego. Esta dimensión está profundamente ligada al concepto de madurez deportiva y al desarrollo de una visión trascendente de su papel en el equipo.

Ser puntero en un equipo de ciclismo de ruta es ser un estratega, un líder emocional y un ejecutor bajo presión. Su mente es su arma más poderosa. La psicología del puntero no solo se entrena en el gimnasio o sobre la bicicleta, sino en el silencio de la visualización, en la práctica de la autorregulación, en el cultivo de relaciones humanas sólidas y en la capacidad de tomar decisiones éticas bajo fuego. El ciclismo, como la vida, premia a quien sabe mantenerse firme en la incertidumbre. Y es allí donde el puntero se hace leyenda.

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Aniversario 66 de la Arena Coliseo de Guadalajara y su Psicologia.

 

El reloj marcaba las siete con cuarenta y cinco de la noche el 24 de junio del 2025 cuando las luces del barrio comenzaban a encenderse una a una, como anunciando algo sagrado. Los puestos de tacos de birria, los elotes con chile en polvo y los vendedores de máscaras comenzaban a ocupar su lugar como cada martes. En las afueras de la Arena Coliseo de Guadalajara, el aire olía a nostalgia y a fiesta. Un niño de siete años, con su máscara de Místico mal ajustada, miraba hacia la entrada con los ojos bien abiertos. A su lado, su abuelo —el mismo que en los años setenta aplaudió a Ray Mendoza y gritó injurias al Perro Aguayo— le hablaba bajito, como si le contara un secreto: “Aquí no vienes a mirar. Aquí vienes a sentir.”

Y es que eso es lo que ocurre cuando se cruza la puerta de la Coliseo. No se entra a un simple espectáculo, se entra a un ritual.

Desde hace 66 años desde un 23 de junio de 1959, sin fallar ni una sola semana, esa arena ha sido el hogar del drama, el ring donde lo imposible se vuelve real, y donde el pueblo se vuelve protagonista. En tiempos de cambios tecnológicos, de redes sociales, en Guadalajara sobrevive una trinchera de la cultura viva: un cuadrilátero rodeado de gradas que vibran, sudan, gritan y se transforman.

Ahí está la señora de las primeras filas, la misma que siempre le grita “¡trácala!” al réferi. Está el señor de sombrero ancho, que aplaude con calma cuando el técnico remonta la lucha. Están los jóvenes con carteles improvisados y los niños que no saben bien si el rudo es bueno o malo, pero disfrutan cada instante. El público de la lucha libre en la Coliseo no es un conjunto de butacas ocupadas; es un organismo viviente, un alma colectiva.

Cada función tiene algo de teatro griego, de comedia popular, de épica callejera. Pero nadie necesita saberse los nombres de Aristóteles ni de Sófocles para entender lo que se siente cuando cae una máscara, cuando el réferi cuenta hasta tres y el héroe pierde injustamente.

Porque ahí, en ese instante, no solo se pierde una lucha, se revive cada injusticia de la vida, y al mismo tiempo se libera. Por eso se grita tanto. Por eso se aplaude hasta romperse las palmas. Es una catarsis, un alivio, un desahogo.

Inaugurada el 23 de junio en 1959, la Arena Coliseo ha resistido no solo el paso del tiempo, sino también los embates del olvido. Mientras otros espacios se remodelan hasta perder su esencia, la Coliseo guarda con dignidad sus muros con historia, sus gradas de concreto que han escuchado millones de gritos y su ring, donde cada cuerda parece tener memoria.

Ahí debutaron leyendas, se consagraron ídolos, se rompieron huesos, pero también se construyó identidad. No solo de luchadores, sino del público. De una ciudad. De un país.

Cada martes, cuando el presentador anuncia la primera lucha y el reflector cae sobre el ring, no solo comienza el espectáculo: comienza la ceremonia. El abuelo y el nieto se abrazan sin querer, el tambor suena como en un ritual africano, y el luchador vuela desde la tercera cuerda como si con su cuerpo nos dijera que aún podemos tocar el cielo.

La lucha libre en la Arena Coliseo de Guadalajara no se puede entender solo desde lo deportivo. Tampoco solo desde el entretenimiento. Hay algo más profundo. Un símbolo de resistencia cultural, de fuerza colectiva, de espíritu popular. En un mundo que se acelera y olvida sus raíces, la Coliseo sigue ahí, abriendo sus puertas cada semana, recordándonos que la emoción compartida aún tiene valor.

Hay quienes dirán que es un show, que todo está actuado. Puede ser. Pero que se lo digan al que llora cuando pierde su favorito. Que se lo digan al niño que salta de alegría cuando gana el técnico. Que se lo digan al abuelo que, en cada función, revive su juventud entre máscaras, cabelleras y sueños que no se rinden.

Porque al final, la Arena Coliseo de Guadalajara no es solo un edificio. Es un corazón latiendo fuerte. Y cada grito del público es una palpitación que dice: “Aquí estamos. Aquí seguimos. Y aquí seguiremos, por lo menos, otros 66 años más.”

 


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El triunfo de la Mente con Monterrey vs Manchester City

Aquella noche no era una más en el calendario del fútbol. No se trataba solo de un partido. Era un choque de mundos: Monterrey, con su corazón norteño lleno de historia local y lucha constante, contra el Manchester City, la maquinaria perfecta del fútbol moderno, dirigida por cerebros matemáticos y alimentada por millones de euros. La mayoría pensaba que sería una noche de supervivencia, no de competencia. Pero lo que ocurrió en la cancha rompió todo pronóstico y dejó claro un mensaje: la verdadera grandeza habita en la mente.

Monterrey había cambiado de entrenador semanas antes. Un hombre de perfil bajo, pero de mirada intensa y discurso inusual. Dominiq Torre no hablaba de líneas de presión ni de esquemas tácticos como si fueran fórmulas mágicas. Hablaba del alma, de la identidad, de los miedos no reconocidos y de la fuerza que nace cuando el jugador se siente parte de algo más grande que él. Decía cosas como: “No entrenamos para ganarle al City, entrenamos para nosotros ser mejores”

Los primeros entrenamientos bajo su mando parecían más sesiones de terapia grupal que prácticas de fútbol. En una ocasión, apagó todas las luces del vestidor y pidió a cada jugador que imaginara el momento exacto en el que enfrentara a De Bruyne, a Haaland, a Bernardo Silva… “¿Qué harás cuando lo tengas de frente? ¿Bajarás la cabeza o te acordarás de que tu historia también importa?”, preguntaba. Esa noche, varios jugadores salieron con los ojos húmedos. No por miedo, sino porque por primera vez en años se sintieron vistos como jugadores, no solo como piezas.

En la víspera del partido, el técnico no habló de cómo contrarrestar el juego posicional de Guardiola, el lo conocía ya qe había sido auxiliar por años de este gran DT. Habló de actitud. De convicción. De cómo mirar al rival a los ojos sin importar la diferencia de escudos. Y cuando salieron al estadio, con el murmullo internacional augurando una goleada, Monterrey caminó con el pecho firme, el mentón en alto y el fuego interno de quien sabe que no vino a sobrevivir, sino a competir.

Desde el primer toque de balón, se notó algo distinto. El City, acostumbrado a que los rivales se replegaran con miedo, se encontró con un Monterrey que presionaba alto, que pedía la pelota, que no dudaba en retar. No era arrogancia. Era preparación mental. Cuando Rodri intentó armar desde atrás, el joven mediocampista de Monterrey le robó el balón con firmeza. No tembló. Lo había hecho ya decenas de veces… en su mente.

En las gradas, los comentaristas intentaban explicar el fenómeno: “Monterrey está jugando sin complejos”, decían. Pero no entendían que no era un acto de improvisación o impulso. Era un proceso psicológico construido día a día, donde cada jugador entendió que la verdadera diferencia entre los grandes y los legendarios no está en la técnica –que ambos tienen– ni en la táctica –que ambos dominan–, sino en la capacidad mental para sostenerse en el abismo sin retroceder.

Incluso cuando el City anotó, Monterrey no se desmoronó. Se miraron entre ellos, respiraron profundo y reiniciaron. La mente no solo sirve para prepararte, también para reconstruirte en medio de la tormenta. Y Monterrey lo hizo

Y entonces ocurrió algo que pocas veces se ve: el City comenzó a incomodarse. No por el marcador, sino porque enfrente había un equipo que no jugaba como víctima, sino como igual. No era una cuestión física. Era mental. Cada duelo, cada segundo balón, cada corrida, estaba cargada de un significado que solo quienes han entrenado la mente comprenden: “Estoy aquí porque lo merezco. Estoy aquí porque me preparé. Estoy aquí porque ya jugué este partido mil veces en mi cabeza, eran las indicaciones del nuevo DT rayado.

Cuando el silbatazo final sonó, el marcador decía empate, pero el resultado real era otro: Monterrey había ganado el respeto del mundo, pero más importante aún, había ganado el respeto de sí mismo. Esa noche, los jugadores no necesitaron de una jugada mágica ni de un error rival. Lo que lograron fue consecuencia de algo mucho más poderoso: el dominio de su mente.

La historia la suelen escribir los vencedores. Pero hay noches en que la verdadera victoria se mide en cómo un equipo transformó su identidad, enfrentó sus propios temores y se permitió competir desde la grandeza interior. Monterrey no venció al Manchester City en el marcador. Lo venció en su miedo. Y ese triunfo, aunque invisible, vale más que mil títulos.

Porque como decía Sócrates, “la mayor victoria es conquistarse a uno mismo.” Y Monterrey lo hizo, en la cancha… y en la mente.

 

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