jueves, 31 de julio de 2025

La Mentalidad de Alto Rendimiento en la Adolescencia


 Lía y Mía Cueva flotan unos segundos en el aire antes de zambullirse en el agua con la precisión de un reloj suizo. Son adolescentes mexicanas, hermanas, amigas y clavadistas. En el Mundial de Singapur 2025, conquistaron la medalla de bronce en la final de trampolín de 3 metros sincronizado. Pero su verdadero logro va más allá del podio. Su historia representa una respuesta viva y dinámica a una pregunta esencial que muchos entrenadores, familias y psicólogos deportivos enfrentan hoy:

La alta competencia deportiva se ha convertido en un sistema que exige precocidad. Atletas de élite emergen cada vez más jóvenes, enfrentando rutinas exigentes que demandan excelencia física, táctica, técnica y psicológica. Sin embargo, en medio de esta carrera por el rendimiento temprano, a menudo se olvida que el adolescente no es un adulto pequeño, sino un ser humano en plena formación. Su estructura psicológica está en construcción: identidad, autonomía, autoestima, propósito. Todo está en juego.

Desde la psicología del desarrollo, la adolescencia es un tiempo de crisis positiva. Las estructuras infantiles ya no sirven, y el adulto todavía no está formado. Hay un espacio de transformación donde el adolescente busca respuestas a tres grandes preguntas: ¿Quién soy? ¿Qué valgo? ¿Para qué sirvo? En este marco, introducir la mentalidad de alto rendimiento puede ser una herramienta valiosa si se hace de forma ética, consciente y progresiva. Pero también puede convertirse en una carga aplastante si se impone con los códigos del adulto competitivo y resultadista, sin respetar los tiempos psicológicos de maduración.

El proyecto deportivo de Lía y Mía fue cuidadosamente planificado por un equipo interdisciplinario que entendía la diferencia entre formar campeonas y formar personas que eligen competir con grandeza. El proceso partió de una base clara: el deporte no debía sustituir la vida emocional, social ni educativa de las adolescentes. Debía integrarse a ella como un componente significativo. Este enfoque permitió que sus entrenamientos fueran exigentes pero no tóxicos. Aprendieron a convivir con la disciplina sin perder la curiosidad ni la alegría. A diferencia de muchos otros proyectos centrados en el resultado, sus entrenadores y psicólogos comprendieron que la medalla era un efecto, no una causa. Lo primero era cultivar una relación sana con el deporte, el cuerpo, el error y la victoria.

Uno de los principales errores al trabajar con adolescentes en el alto rendimiento es fomentar una identidad rígida: “soy deportista y nada más”. Esto genera un desequilibrio peligroso: si fallan en el deporte, sienten que fallan como personas.

Otro gran error es usar recompensas externas como única fuente de motivación: aplausos, fama, becas, atención mediática. Si bien estas tienen un lugar, no deben ser el motor principal. La motivación más sostenible es la que nace de dentro: el placer por mejorar, el gozo del reto, la conexión con el cuerpo.

Lía y Mía fueron guiadas para encontrar ese tipo de motivación. Se les ayudó a convertir los entrenamientos en desafíos personales, no en pruebas para complacer a otros. De esta forma, cuando fallaban, no se hundían. Y cuando ganaban, no se perdían en el ego.

La presión en el alto rendimiento es inevitable. Pero no es lo mismo vivir bajo presión que vivir oprimido. Una de las competencias más importantes que desarrollaron fue la regulación emocional: aprender a respirar, soltar, observar sus pensamientos sin dejarse arrastrar por ellos.

En su entrenamiento mental, se les enseñó a vivir cada competencia como una oportunidad, no como un examen. A reconocer el nerviosismo como parte del juego, no como un signo de debilidad. Y sobre todo, a poner los resultados en perspectiva: un día malo no destruye su valor, ni un triunfo las convierte en invencibles.

El alto rendimiento en adolescentes no es una utopía ni una amenaza en sí mismo. Todo depende de cómo se transita. No se trata de bajar la exigencia, sino de elevar el nivel de conciencia. De entender que el cuerpo de un atleta puede rendir al máximo sin que su mente se rompa. De asumir que un deportista adolescente no está terminando su camino, sino apenas comenzando.

Lía y Mía Cueva demostraron en Singapur que se puede volar alto sin perder el alma en el intento. Su medalla de bronce no es solo un logro deportivo: es una lección ética, pedagógica y psicológica. Nos recuerda que el verdadero salto es interno: se trata de crecer, competir y aprender sin dejar de ser humanos.

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