viernes, 27 de junio de 2025

Aniversario 66 de la Arena Coliseo de Guadalajara y su Psicologia.

 

El reloj marcaba las siete con cuarenta y cinco de la noche el 24 de junio del 2025 cuando las luces del barrio comenzaban a encenderse una a una, como anunciando algo sagrado. Los puestos de tacos de birria, los elotes con chile en polvo y los vendedores de máscaras comenzaban a ocupar su lugar como cada martes. En las afueras de la Arena Coliseo de Guadalajara, el aire olía a nostalgia y a fiesta. Un niño de siete años, con su máscara de Místico mal ajustada, miraba hacia la entrada con los ojos bien abiertos. A su lado, su abuelo —el mismo que en los años setenta aplaudió a Ray Mendoza y gritó injurias al Perro Aguayo— le hablaba bajito, como si le contara un secreto: “Aquí no vienes a mirar. Aquí vienes a sentir.”

Y es que eso es lo que ocurre cuando se cruza la puerta de la Coliseo. No se entra a un simple espectáculo, se entra a un ritual.

Desde hace 66 años desde un 23 de junio de 1959, sin fallar ni una sola semana, esa arena ha sido el hogar del drama, el ring donde lo imposible se vuelve real, y donde el pueblo se vuelve protagonista. En tiempos de cambios tecnológicos, de redes sociales, en Guadalajara sobrevive una trinchera de la cultura viva: un cuadrilátero rodeado de gradas que vibran, sudan, gritan y se transforman.

Ahí está la señora de las primeras filas, la misma que siempre le grita “¡trácala!” al réferi. Está el señor de sombrero ancho, que aplaude con calma cuando el técnico remonta la lucha. Están los jóvenes con carteles improvisados y los niños que no saben bien si el rudo es bueno o malo, pero disfrutan cada instante. El público de la lucha libre en la Coliseo no es un conjunto de butacas ocupadas; es un organismo viviente, un alma colectiva.

Cada función tiene algo de teatro griego, de comedia popular, de épica callejera. Pero nadie necesita saberse los nombres de Aristóteles ni de Sófocles para entender lo que se siente cuando cae una máscara, cuando el réferi cuenta hasta tres y el héroe pierde injustamente.

Porque ahí, en ese instante, no solo se pierde una lucha, se revive cada injusticia de la vida, y al mismo tiempo se libera. Por eso se grita tanto. Por eso se aplaude hasta romperse las palmas. Es una catarsis, un alivio, un desahogo.

Inaugurada el 23 de junio en 1959, la Arena Coliseo ha resistido no solo el paso del tiempo, sino también los embates del olvido. Mientras otros espacios se remodelan hasta perder su esencia, la Coliseo guarda con dignidad sus muros con historia, sus gradas de concreto que han escuchado millones de gritos y su ring, donde cada cuerda parece tener memoria.

Ahí debutaron leyendas, se consagraron ídolos, se rompieron huesos, pero también se construyó identidad. No solo de luchadores, sino del público. De una ciudad. De un país.

Cada martes, cuando el presentador anuncia la primera lucha y el reflector cae sobre el ring, no solo comienza el espectáculo: comienza la ceremonia. El abuelo y el nieto se abrazan sin querer, el tambor suena como en un ritual africano, y el luchador vuela desde la tercera cuerda como si con su cuerpo nos dijera que aún podemos tocar el cielo.

La lucha libre en la Arena Coliseo de Guadalajara no se puede entender solo desde lo deportivo. Tampoco solo desde el entretenimiento. Hay algo más profundo. Un símbolo de resistencia cultural, de fuerza colectiva, de espíritu popular. En un mundo que se acelera y olvida sus raíces, la Coliseo sigue ahí, abriendo sus puertas cada semana, recordándonos que la emoción compartida aún tiene valor.

Hay quienes dirán que es un show, que todo está actuado. Puede ser. Pero que se lo digan al que llora cuando pierde su favorito. Que se lo digan al niño que salta de alegría cuando gana el técnico. Que se lo digan al abuelo que, en cada función, revive su juventud entre máscaras, cabelleras y sueños que no se rinden.

Porque al final, la Arena Coliseo de Guadalajara no es solo un edificio. Es un corazón latiendo fuerte. Y cada grito del público es una palpitación que dice: “Aquí estamos. Aquí seguimos. Y aquí seguiremos, por lo menos, otros 66 años más.”

 


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