Aniversario 66 de la Arena Coliseo de Guadalajara y su Psicologia.
El
reloj marcaba las siete con cuarenta y cinco de la noche el 24 de junio del
2025 cuando las luces del barrio comenzaban a encenderse una a una, como
anunciando algo sagrado. Los puestos de tacos de birria, los elotes con chile
en polvo y los vendedores de máscaras comenzaban a ocupar su lugar como cada
martes. En las afueras de la Arena Coliseo de Guadalajara, el aire olía a
nostalgia y a fiesta. Un niño de siete años, con su máscara de Místico mal
ajustada, miraba hacia la entrada con los ojos bien abiertos. A su lado, su
abuelo —el mismo que en los años setenta aplaudió a Ray Mendoza y gritó
injurias al Perro Aguayo— le hablaba bajito, como si le contara un secreto:
“Aquí no vienes a mirar. Aquí vienes a sentir.”
Y
es que eso es lo que ocurre cuando se cruza la puerta de la Coliseo. No se
entra a un simple espectáculo, se entra a un ritual.
Desde
hace 66 años desde un 23 de junio de 1959, sin fallar ni una sola semana, esa
arena ha sido el hogar del drama, el ring donde lo imposible se vuelve real, y
donde el pueblo se vuelve protagonista. En tiempos de cambios tecnológicos, de redes
sociales, en Guadalajara sobrevive una trinchera de la cultura viva: un
cuadrilátero rodeado de gradas que vibran, sudan, gritan y se transforman.
Ahí
está la señora de las primeras filas, la misma que siempre le grita “¡trácala!”
al réferi. Está el señor de sombrero ancho, que aplaude con calma cuando el
técnico remonta la lucha. Están los jóvenes con carteles improvisados y los
niños que no saben bien si el rudo es bueno o malo, pero disfrutan cada
instante. El público de la lucha libre en la Coliseo no es un conjunto de
butacas ocupadas; es un organismo viviente, un alma colectiva.
Cada
función tiene algo de teatro griego, de comedia popular, de épica callejera.
Pero nadie necesita saberse los nombres de Aristóteles ni de Sófocles para
entender lo que se siente cuando cae una máscara, cuando el réferi cuenta hasta
tres y el héroe pierde injustamente.
Porque
ahí, en ese instante, no solo se pierde una lucha, se revive cada injusticia de
la vida, y al mismo tiempo se libera. Por eso se grita tanto. Por eso se
aplaude hasta romperse las palmas. Es una catarsis, un alivio, un desahogo.
Inaugurada
el 23 de junio en 1959, la Arena Coliseo ha resistido no solo el paso del
tiempo, sino también los embates del olvido. Mientras otros espacios se
remodelan hasta perder su esencia, la Coliseo guarda con dignidad sus muros con
historia, sus gradas de concreto que han escuchado millones de gritos y su
ring, donde cada cuerda parece tener memoria.
Ahí
debutaron leyendas, se consagraron ídolos, se rompieron huesos, pero también se
construyó identidad. No solo de luchadores, sino del público. De una ciudad. De
un país.
Cada
martes, cuando el presentador anuncia la primera lucha y el reflector cae sobre
el ring, no solo comienza el espectáculo: comienza la ceremonia. El abuelo y el
nieto se abrazan sin querer, el tambor suena como en un ritual africano, y el
luchador vuela desde la tercera cuerda como si con su cuerpo nos dijera que aún
podemos tocar el cielo.
La
lucha libre en la Arena Coliseo de Guadalajara no se puede entender solo desde
lo deportivo. Tampoco solo desde el entretenimiento. Hay algo más profundo. Un
símbolo de resistencia cultural, de fuerza colectiva, de espíritu popular. En
un mundo que se acelera y olvida sus raíces, la Coliseo sigue ahí, abriendo sus
puertas cada semana, recordándonos que la emoción compartida aún tiene valor.
Hay
quienes dirán que es un show, que todo está actuado. Puede ser. Pero que se lo
digan al que llora cuando pierde su favorito. Que se lo digan al niño que salta
de alegría cuando gana el técnico. Que se lo digan al abuelo que, en cada
función, revive su juventud entre máscaras, cabelleras y sueños que no se
rinden.
Porque
al final, la Arena Coliseo de Guadalajara no es solo un edificio. Es un corazón
latiendo fuerte. Y cada grito del público es una palpitación que dice: “Aquí
estamos. Aquí seguimos. Y aquí seguiremos, por lo menos, otros 66 años más.”
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