El “VAR a pedido”: una nueva dimensión psicológica en el fútbol moderno

 

En el Mundial Sub-20, la FIFA ha introducido una innovación tecnológica llamada Football Video Support (FVS), conocida popularmente como “VAR a pedido”. Este sistema permite que los directores técnicos soliciten la revisión de una jugada mediante una tarjeta verde, otorgándoles un número limitado de oportunidades para hacerlo. A diferencia del VAR tradicional —donde un equipo de video asiste automáticamente al árbitro—, el FVS traslada la iniciativa al entrenador. Esta transformación no sólo implica un cambio técnico, sino también una revolución psicológica en la forma en que se toman decisiones dentro del fútbol.

Desde el punto de vista psicológico, el FVS introduce una nueva carga cognitiva para el director técnico (DT). Debe decidir, bajo presión y con recursos limitados, si vale la pena solicitar la revisión. La investigación sobre la toma de decisiones en el deporte (Raab & Johnson, 2007) demuestra que los entrenadores suelen apoyarse en la intuición rápida (heurística del experto) cuando el tiempo es reducido. Sin embargo, el FVS exige combinar intuición con estrategia racional, lo que incrementa la tensión mental. Decidir cuándo usar la tarjeta puede definir un resultado, pero también puede significar perder una oportunidad crítica más adelante.

Además, esta herramienta altera la dinámica emocional del equipo. Cuando el DT levanta la tarjeta verde, comunica a sus jugadores un mensaje claro: “confío en ustedes y exijo justicia”. Según Bandura (1997), este tipo de acciones refuerzan la autoeficacia colectiva, es decir, la confianza grupal en la capacidad de superar obstáculos. Sin embargo, el mal uso del sistema —por ejemplo, pedir una revisión innecesaria o perder una apelación— puede generar frustración y disminuir la concentración. La psicología del deporte ha demostrado que la sensación de injusticia arbitral es una de las principales causas de desregulación emocional en los jugadores (Lane & Terry, 2000), por lo que el FVS puede convertirse tanto en un estabilizador emocional como en un detonante de ansiedad, dependiendo de cómo se gestione.

Desde la perspectiva arbitral, el FVS también reconfigura la percepción de control y autoridad. Los estudios sobre el VAR (Frontiers in Psychology, 2022) muestran que, aunque aumenta la precisión de las decisiones, también incrementa la presión percibida por los árbitros, quienes sienten que su juicio está constantemente bajo revisión. El FVS amplifica este efecto, ya que la revisión es activada públicamente por un entrenador, lo que añade un componente social y mediático a la decisión. En consecuencia, el árbitro debe sostener la calma, mantener la comunicación con el equipo de video y preservar su liderazgo emocional en el campo.

En el plano táctico y emocional, el FVS también puede alterar el estado de flujo (flow) del equipo. Csíkszentmihályi (1990) describió este estado como la experiencia óptima de concentración y disfrute durante la ejecución deportiva. Una revisión inoportuna puede interrumpirlo, rompiendo el ritmo del juego. Por ello, los entrenadores deben considerar el momento del partido, la intensidad emocional y el estado mental de los jugadores antes de activar el recurso.

A pesar de estos riesgos, el sistema ofrece beneficios psicológicos notables. Mejora la percepción de justicia, refuerza la confianza del grupo técnico y reduce el impacto de errores arbitrales sobre la motivación. El psicólogo deportivo debe acompañar al entrenador en la planificación mental del uso del FVS, entrenando la toma de decisiones bajo presión y la regulación emocional posterior al resultado de la revisión. La clave está en preparar tanto al cuerpo técnico como al equipo para asumir el sistema como una herramienta de apoyo, no como una garantía infalible.

En conclusión, el “VAR a pedido” o FVS representa más que una innovación tecnológica: es un nuevo desafío mental en el fútbol moderno. Exige equilibrio entre razón y emoción, intuición y estrategia, justicia y autocontrol. El éxito de este sistema dependerá no sólo de su precisión técnica, sino de la madurez psicológica con la que entrenadores, jugadores y árbitros aprendan a convivir con él. La tecnología puede revisar una jugada, pero sólo la mente entrenada puede mantener el control del juego.


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Cuando el Error del Portero se Convierte en Marcador: Psicología y Resiliencia en el Fútbol


 En el fútbol todos los jugadores pueden equivocarse, pero no todos pagan el mismo precio. Un delantero que falla un mano a mano puede recibir otra oportunidad al minuto siguiente, un mediocampista que entrega mal un pase puede recuperarlo unos metros adelante, incluso un defensa que pierde la marca tiene compañeros detrás que lo cubren. El portero, en cambio, no tiene red de seguridad: cuando falla, el error suele terminar en gol. Su equivocación queda registrada no solo en el marcador, sino en la memoria colectiva de la afición, en los titulares de prensa y, sobre todo, en su propia mente.

Kevin Mier, portero de Cruz Azul, ha vivido esa experiencia. Algunos de sus errores puntuales se han convertido en goles en contra, generando un ruido mediático que no perdona. La crítica es inmediata, dura, y a menudo desproporcionada. Sin embargo, lo verdaderamente interesante no es detenerse en el señalamiento, sino comprender cómo un portero, en medio de ese torbellino emocional, puede manejar su error en la cancha, cómo puede trabajarlo en los entrenamientos, y cómo el grupo entero debe responder para que la herida no se extienda al rendimiento colectivo.

Cuando un portero comete un error en plena competencia, su primera reacción natural es la frustración: bajar la cabeza, recriminarse a sí mismo, incluso mirar al suelo buscando desaparecer. En ese instante se juega más que una jugada: se juega su capacidad de reaccionar psicológicamente. La diferencia entre un arquero que se hunde y otro que se repone está en la forma en que gestiona ese minuto posterior al fallo. Algunos respiran profundo, levantan la cabeza y se obligan a mantener el lenguaje corporal de confianza; otros utilizan frases cortas para sí mismos, casi imperceptibles, que funcionan como un reinicio: “voy por la siguiente”, “esto no me define”. El secreto está en no permitir que la mente siga atada al error, porque el partido no se detiene y el siguiente balón siempre llega. El reseteo mental es una herramienta indispensable: si el portero no la aplica, arriesga su concentración durante todo el encuentro.

Ahora bien, ese control no surge mágicamente en el estadio, sino que se entrena durante la semana. El trabajo psicológico en entrenamientos es tan importante como los ejercicios técnicos. No basta con repetir atajadas para perfeccionar el gesto, se debe entrenar también la mente para enfrentarse al recuerdo del error sin miedo. Los porteros que trabajan la visualización, por ejemplo, reviven mentalmente jugadas similares a las que fallaron, pero imaginando la respuesta correcta. El cerebro graba esas imágenes como experiencias reales y construye nuevas rutas de confianza. También es necesario exponer al arquero en situaciones de presión dentro de la práctica: recrear centros, tiros lejanos o salidas en los que ya se equivocó, y repetir hasta que la acción deje de ser amenaza para convertirse en rutina. Incluso hay dinámicas en las que se le permite fallar varias veces seguidas con la indicación de continuar inmediatamente, aprendiendo a soltar el error como parte del juego.

Muchos porteros, además, desarrollan micro-rituales que funcionan como botones de reinicio. Algunos golpean sus guantes, otros tocan los postes, otros hacen un gesto hacia el cielo. Son rutinas aparentemente banales, pero en realidad son anclas emocionales que les recuerdan que la siguiente jugada no tiene por qué estar condicionada por la anterior. Lo importante es que cada arquero encuentre su propio código personal, esa señal que le permite cortar el círculo vicioso de la culpa.

La psicología del error no se limita al individuo. Un error de portero también pone a prueba al grupo entero. Si los defensas comienzan a mirar al arquero con desconfianza, si el entrenador se desespera y si la tribuna multiplica la presión, el equipo corre el riesgo de fracturarse. Por eso, el respaldo inmediato de los compañeros es esencial. Cuando un defensa se acerca al portero después de un fallo, lo levanta con una palmada y lo incluye de nuevo en el partido, no solo ayuda a su compañero, sino que transmite un mensaje poderoso: seguimos siendo un equipo, seguimos todos juntos.

El discurso interno del grupo es otro factor decisivo. En lugar de señalar al portero como culpable, el entrenador y los líderes deben recordar que los goles encajados siempre son producto de una cadena: antes hubo un pase perdido, una marca floja o una presión que no se ejecutó. La reunión posterior al partido debe construirse desde la resiliencia y el análisis colectivo, no desde el señalamiento individual. De esa manera, el error deja de convertirse en una carga personal y se transforma en aprendizaje compartido.

El caso de Kevin Mier encierra precisamente esa enseñanza. Sus errores han sido visibles y comentados, pero también le han dado la oportunidad de construir carácter. Ser portero de un club grande como Cruz Azul significa vivir bajo una lupa constante. Cada atajada se celebra con euforia, pero cada error se magnifica como si fuera definitivo. Ese entorno hostil puede destruir a un jugador frágil, pero también puede forjar a uno más fuerte. El error, entonces, se convierte en un espacio para crecer, no para rendirse.

En última instancia, lo que define la carrera de un portero no es el número de goles que recibe por equivocaciones puntuales, sino la capacidad de levantarse cada vez que cae. Un arquero que aprende a resetearse en el momento, que trabaja mentalmente en la semana y que cuenta con el respaldo de su equipo, transforma los errores en cicatrices de experiencia. El marcador podrá registrar un gol en contra, pero la mente del portero puede registrar algo más profundo: la certeza de que incluso después del fracaso, la grandeza se construye en la manera de levantarse.

El error, en el fútbol, es inevitable. Lo que hace la diferencia es cómo se vive después de él.

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Canelo Álvarez vs Crawford: La Derrota que se Forjó en la Mente


 

El boxeo, como toda disciplina de alto rendimiento, no solo se libra con los puños: se libra en la mente. En la última pelea entre Saúl “Canelo” Álvarez y Terence Crawford, el drama no estuvo únicamente en las combinaciones de golpes, sino en los silencios, las miradas y las emociones que fueron transformando a un campeón en un hombre atrapado en su propio laberinto psicológico.

Hasta el quinto asalto, el combate se mantenía parejo, pero en el round 6 apareció la grieta mental. Canelo comenzó a desesperarse al ver que sus golpes no dañaban a Crawford y, en lugar de escuchar a su esquina, buscó resolver por sí mismo. Desde ahí, cada asalto fue un descenso: en el 7, la frustración lo hizo errar más; en el 8, se desconectó de las instrucciones; en el 9, su ego exigía un nocaut imposible; en el 10, el contraste con la calma de Crawford lo quebró; en el 11, la resignación asomaba; y en el 12, ya no peleaba como campeón, sino como hombre herido que intentaba resistir el epílogo.
Como dijo Muhammad Ali: “Las peleas se ganan o se pierden lejos de las luces, en la mente, mucho antes de subir al ring.”

Perder no es solo ceder títulos; es desnudar la vulnerabilidad. La derrota significó la caída de todos los campeonatos, pero más aún, un golpe a la identidad. Nietzsche escribió: “Quien tiene un porqué para vivir, puede soportar casi cualquier cómo.” El problema para Canelo es que su “porqué” estaba atado a la imagen de invencible. Como profesional, siente la pérdida del reconocimiento; como deportista, la frustración de que la preparación no alcanzó; como persona, enfrenta el espejo más cruel: aceptar que la grandeza no es eterna.

Tras la tormenta, se abren tres caminos:

  1. Solicitar la revancha, arriesgándose a ser exhibido otra vez.
  2. Retirarse con la derrota, cargando con la herida abierta.
  3. Buscar otro rival, pero escuchando la crítica: “¿Por qué no enfrentar a quien te arrebató la corona?”

El psicólogo José María Buceta recuerda que “la verdadera victoria no está en ganar, sino en manejar con inteligencia la derrota.” Esa es ahora la batalla más difícil.

El público y la prensa se convierten en jueces implacables. Si pide revancha, arriesga la humillación; si la evita, arriesga el señalamiento de cobarde. Aquí la resiliencia se convierte en el único recurso: “El coraje no es la ausencia de desesperación, sino la capacidad de seguir adelante a pesar de ella,” escribió Rollo May.

La derrota ante Crawford no fue producto de un golpe devastador, sino de un desgaste mental progresivo desde el sexto round. La caída no borrará lo construido, pero sí pondrá a prueba la esencia del Canelo: ya no el mito, sino el hombre que debe decidir si se levanta, se reinventa o se despide. En el boxeo, como en la vida, la verdadera pelea siempre está dentro de uno mismo.

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La psicología de Renata Zarazúa: la mente que venció a una Top Ten

 

Nueva York. — En la catedral del tenis estadounidense, Renata Zarazúa, de 27 años, rompió una de las barreras más pesadas del deporte mexicano: derrotar a una Top Ten mundial. Su triunfo ante Madison Keys, sexta del ranking, con parciales de 6-7, 7-6 y 7-5 tras más de tres horas de batalla, no solo es un resultado histórico. Es, sobre todo, la muestra de que en el alto rendimiento la mente es el arma decisiva.

Porque la historia podría haber terminado en el primer set, cuando la mexicana cedió en un tiebreak que parecía inclinar el partido hacia la lógica del ranking. Sin embargo, la psicología competitiva de Zarazúa emergió como un factor diferenciador: no se derrumbó ante la adversidad, sino que la utilizó como combustible.

El segundo set fue un examen de paciencia y temple. Con la presión del público y la fuerza de una rival local, Zarazúa eligió la herramienta mental que distingue a los atletas de élite: la capacidad de sostenerse en el presente. Punto a punto, respiración tras respiración, no se dejó arrastrar por el error ni por la ansiedad del desenlace. Allí se vio la madurez de una deportista que entiende que el control interno es tan importante como la potencia de un saque o la precisión de un revés.

En el tercer set, con las piernas pesadas y el cansancio acumulado, apareció otro componente clave: la resiliencia psicológica. La mexicana convirtió el desgaste físico en un desafío mental. Mientras Keys mostraba signos de frustración, Zarazúa desplegó un lenguaje corporal firme, confiado, capaz de enviar un mensaje silencioso pero poderoso: “aquí sigo, no me voy a romper”.

Más allá del resultado, este partido obliga a la reflexión sobre el tenis y el deporte mexicano. Durante décadas, los atletas nacionales han convivido con la sombra del “casi”: llegar lejos, competir con dignidad, pero no dar ese salto que se escribe en la historia grande. Zarazúa acaba de demostrar que ese límite no es físico ni técnico, sino sobre todo mental.

Su victoria en Nueva York es una metáfora: México tiene talento, pero necesita entrenar la psicología de la excelencia. Porque el talento abre la puerta, pero es la mente la que sostiene el paso frente a la presión de la élite.

En la noche en que venció a Madison Keys, Renata Zarazúa no solo ganó un partido. Derribó una barrera cultural: la idea de que los mexicanos no pueden imponerse a las potencias en la cancha más grande. Con cada punto, con cada grito, dejó claro que la verdadera Top Ten no está en el ranking, sino en la mente que sabe resistir, creer y ejecutar en el momento decisivo.

 

Esa es la victoria más profunda.


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Entre la Diversión y la Competencia: El Dilema Oculto del Alto Rendimiento

 

El deporte de alto rendimiento, con toda su exigencia, es un escenario donde conviven emociones contradictorias: la presión por competir y el deseo de disfrutar. Este choque ha sido interpretado durante décadas como una dicotomía irreconciliable: o el atleta se entrega al rigor competitivo hasta el sacrificio total, o privilegia el gozo del juego sin alcanzar la excelencia. Sin embargo, esta aparente contradicción podría ser un espejismo generado por nuestros propios sesgos cognitivos.

Caemos con facilidad en el sesgo del resultado, reduciendo el valor del deportista a si gana o pierde; ignoramos el proceso formativo que lo sostiene. También incurrimos en el sesgo de supervivencia, pues solemos estudiar solo a los campeones olímpicos o mundiales, sin mirar a quienes, con igual esfuerzo y talento, no llegaron al podio. Y, sobre todo, nos dejamos atrapar por el falso dilema: pensar que diversión y competencia son fuerzas opuestas, cuando en realidad pueden coexistir en tensión creativa.

El destacado entrenador y metodólogo Tadeus Kevka  lo expresó con claridad: “El verdadero secreto del atleta de excelencia no está en sacrificar la sonrisa por la victoria, sino en sostener la chispa del juego dentro del fuego de la competencia.”

La investigación científica lo respalda. De acuerdo con la Teoría de la Autodeterminación de Deci y Ryan (1985), los atletas que sostienen una motivación intrínseca —disfrutar el entrenamiento, aprender de los errores, perfeccionar la técnica— muestran mayor resiliencia, menor desgaste y carreras más largas. En contraste, quienes dependen exclusivamente de la motivación extrínseca —reconocimiento, dinero, medallas— tienden a sufrir mayor ansiedad, burnout y abandono prematuro.

Este hallazgo conecta directamente con la diferencia entre objetivos de proceso y objetivos de resultado.

* Los **objetivos de resultado** se centran en ganar: ser campeón, romper un récord, vencer al rival. Son visibles, atractivos y motivadores, pero en gran medida están fuera del control del atleta.

* Los **objetivos de proceso** se enfocan en aquello que el deportista controla: ejecutar correctamente la técnica, mantener la atención plena, regular la respiración bajo presión, sostener la actitud competitiva durante todo el encuentro.

Cuando el atleta orienta su mente al proceso, ocurren dos fenómenos clave:

1. **Disminuye la ansiedad competitiva**, porque deja de luchar contra factores externos que no controla (el rival, el clima, las decisiones arbitrales).

2. **Se incrementa la sensación de disfrute**, ya que cada entrenamiento y competencia se convierten en oportunidades de aprendizaje y autoexploración, no en juicios definitivos sobre su valor personal.

El dilema puede ilustrarse con una analogía sencilla: **el arco y su cuerda**.

* Una cuerda floja no dispara: representa al atleta que solo juega sin disciplina ni exigencia.

* Una cuerda demasiado tensa se rompe: es el deportista que vive únicamente para el resultado, atrapado en la presión.

* La excelencia surge en la **tensión justa**, cuando el arquero se concentra en el proceso de apuntar y soltar, no en la obsesión por ver la flecha ya clavada en el blanco.

Esta mirada no significa restar importancia a los logros. Al contrario, revaloriza la competencia, pero desde una base sostenible. Como ha mostrado **Csikszentmihalyi (1990)** en su teoría del *flow*, el estado óptimo de rendimiento aparece cuando los desafíos son altos pero las habilidades también, y el atleta está plenamente concentrado en la tarea, disfrutando el proceso. El resultado, en esos casos, suele llegar como consecuencia natural.

El dilema entre diversión y competencia en el deporte de alto rendimiento no es real, sino un producto de nuestra manera de pensar. La clave para resolverlo no está en elegir entre uno u otro, sino en **cambiar el enfoque de los objetivos**. Los **objetivos de resultado** son importantes porque dan dirección y sentido, pero deben convivir con los **objetivos de proceso**, que sostienen la motivación, reducen la ansiedad y preservan el gozo del juego. Solo así el deportista puede vivir la competencia como un espacio de crecimiento y no como una condena.

Como decía Viktor Frankl, *“quien tiene un porqué, soporta cualquier cómo”*. En el deporte, ese “porqué” no puede ser únicamente la medalla: debe ser también el disfrute del camino, la mejora diaria, la sensación de que cuerpo y mente entran en sincronía. La excelencia, entonces, no surge de la renuncia al juego ni del sacrificio ciego, sino de la armonía entre rigor y disfrute. Porque sin juego no hay grandeza, y sin grandeza, la victoria es solo una medalla vacía.


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La Confianza en Exceso, un Enemigo que Juega contigo Pero en tu Contra.


 

En el deporte, hay rivales que se estudian en video, se analizan en pizarras y se enfrentan cara a cara. Pero existe otro, más sigiloso y traicionero, que no viste uniforme ni aparece en la lista de alineaciones: el exceso de confianza. Es un enemigo silencioso que se infiltra en la mente de los atletas cuando las victorias se vuelven costumbre y los aplausos empiezan a sonar más fuerte que las advertencias.

La historia está llena de favoritos que se desplomaron en el momento clave. Sucede en todas las disciplinas y en todos los niveles. El guion casi nunca cambia: el equipo o el atleta llega con un historial impecable, con la prensa augurando un resultado obvio, y con un rival que parece menor. Y ahí, en esa aparente certeza, se instala el virus de la relajación. Se entrena un poco menos, se concentra un poco menos, se corre un poco menos… porque “ya está ganado”.

Mike Tyson, el hombre que infundía miedo antes de lanzar el primer golpe, lo aprendió de la manera más dolorosa en 1990, cuando subestimó a Buster Douglas. La derrota no llegó solo por un golpe certero; llegó mucho antes, en los entrenamientos flojos, en la falta de preparación, en la confianza excesiva de quien cree que su nombre basta para ganar. La campana de esa noche en Tokio fue más que el inicio de un round: fue una lección universal para el deporte.

El exceso de confianza no siempre se nota como arrogancia. Muchas veces se disfraza de calma, de sonrisas en el calentamiento, de bromas en el vestidor. Y es peligroso porque adormece los reflejos y apaga la intensidad. El jugador que antes disputaba cada balón como si fuera el último, ahora deja pasar uno, y luego otro, convencido de que habrá tiempo para recuperarse. Pero en el deporte, el tiempo no se recupera.

Los psicólogos deportivos insisten en que la mejor manera de combatir este fenómeno es mantener la mente en modo reto. Los campeones no se conforman con ganar, buscan mejorar aun cuando ya van por delante. Messi entrenando bajo lluvia, Serena Williams repitiendo un saque una y otra vez, Novak Djokovic trabajando su concentración incluso después de un título… son ejemplos de que la excelencia no se alimenta de la fama, sino de la disciplina constante.

En el deporte, la confianza es necesaria, pero debe estar siempre acompañada de humildad competitiva. Porque el exceso de confianza puede ganar partidos en la imaginación, pero en la realidad, solo la preparación y la concentración los sellan en el marcador. La próxima vez que escuches a alguien decir “esto ya está ganado”, recuerda que los trofeos no se entregan antes del silbatazo final. Y que el rival más difícil no siempre está en frente… a veces está en tu propia cabeza.

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Pelea Mental Antes del Golpe: El Día que Ali Psicologeó a su Propio Equipo

 

Era la víspera de una de las peleas más esperadas del siglo. En un rincón, George Foreman, el invicto, el hombre con puños de acero, que había destruido a todos sus rivales con frialdad quirúrgica. En el otro, Muhammad Ali, el poeta del ring, el bailarín entre las sogas, el rebelde que hablaba tanto como golpeaba, aunque ahora, mientras se vendaba las manos, parecía hablar poco. Pero no por falta de confianza… sino porque estaba observando.

Miró a su equipo. Esos hombres que lo habían acompañado durante meses, afinando cada músculo, puliendo cada reacción, alimentándolo no solo de comida sino de horas de estrategia, de esfuerzo compartido, de fraternidad silenciosa. Y sin embargo, sus rostros eran pálidos, sus ojos huidizos, como si ya supieran el final de la historia.

“¿Por qué lucen tan asustados, como si fuera mi funeral? Yo soy el que va a pelear.” La voz de Ali, clara, sin ira, partió el aire con una mezcla de sorpresa y decepción. No estaba reclamando. Estaba despertándolos. Porque a veces, incluso los más cercanos pueden olvidarse del pacto: si entrenamos juntos, también creemos juntos. Ali no solo necesitaba una esquina que le pasara la toalla. Necesitaba corazones firmes que le devolvieran la mirada con fe.

“Se creyeron toda esa basura que decían sobre mí… sobre que me van a matar.”
Lo dijo casi con ternura. Sabía lo que el miedo hace en la mente: la infecta de lo ajeno. Los suyos habían dejado entrar el relato del enemigo, ese cuento de que Foreman era invencible, de que él, Ali, ya era un mito gastado. El problema no era Foreman. Era la rendición interna de su equipo. Y entonces, Ali hizo lo que hacen los grandes líderes: no se defendió. No suplicó. No se aisló. Reeducó. Se levantó como un psicólogo que conoce a su paciente y le dice: “Tú vales más que lo que te estás diciendo ahora.” Porque cuando alguien cercano deja de confiar en ti, muchas veces es porque ha dejado de confiar en sí mismo.

“Ustedes son mis amigos y me prepararon. El público nos espera.”
En esa frase estaba la clave de todo. Ali los regresaba al centro del escenario: nosotros. No yo. Los integraba. Les devolvía el protagonismo. Porque sabía que si la mente del equipo estaba vencida, esa emoción lo envolvería también a él al salir al ring. “Al demonio con Foreman y al demonio esas dudas de ustedes hacia mí.”

Ahí, con esa frase cargada de fuego, Ali rompió el hechizo. El miedo ajeno ya no tenía permiso de vivir en su espacio. Porque lo que estaba en juego no era solo una pelea, era la integridad de la creencia colectiva, la autoridad de la preparación, la dignidad del camino recorrido. ¿De qué sirve entrenar si al final no confías en lo que hiciste? “Si cuando salgamos y lo vean, sonrían y digan: ‘Ali es grande’.”

No era una orden de vanidad. Era un ritual psicológico. Una programación emocional para entrar con la actitud correcta. Sonreír, decir, creer… todo eso entrena el alma antes de que el cuerpo reciba el primer golpe. Era la forma de neutralizar la duda con acto simbólico. Porque el cuerpo sigue al lenguaje. Y el lenguaje edifica la emoción. “¿Creen que ganaré la pelea si salgo pensando como ustedes?” Esa pregunta los desnudó a todos. Porque Ali tenía razón: la mente anticipa lo que permite. Y si no se permitían la victoria, ni la imaginación, ni la táctica, ni el esfuerzo los llevaría a ella. Ganar empieza en el pensamiento, no en el golpe.

“Ustedes son los que me prepararon… pues confíen en ustedes. Y en especial, confíen en mí.” Ali les dio una última oportunidad. De recordar por qué estaban ahí. De volver a creer. Les tendió la mano sin rencor, como quien comprende que a veces, incluso los más fuertes necesitan ser recordados de su fortaleza.

Ese día, Ali no solo venció a Foreman. Venció a la narrativa del miedo, a la fragilidad emocional del entorno, a la presión mediática, a los fantasmas que sus propios hombres habían dejado entrar. Les devolvió la fe. Les recordó que no basta con hacer las cosas bien: hay que creer en lo que uno hace. Que si alguien va a la batalla por ti, lo mínimo es que creas que va a volver.

Y así, entre vendajes y miradas revueltas, se dio la verdadera victoria: la pelea mental antes del golpe.


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