La psicología de Renata Zarazúa: la mente que venció a una Top Ten

 

Nueva York. — En la catedral del tenis estadounidense, Renata Zarazúa, de 27 años, rompió una de las barreras más pesadas del deporte mexicano: derrotar a una Top Ten mundial. Su triunfo ante Madison Keys, sexta del ranking, con parciales de 6-7, 7-6 y 7-5 tras más de tres horas de batalla, no solo es un resultado histórico. Es, sobre todo, la muestra de que en el alto rendimiento la mente es el arma decisiva.

Porque la historia podría haber terminado en el primer set, cuando la mexicana cedió en un tiebreak que parecía inclinar el partido hacia la lógica del ranking. Sin embargo, la psicología competitiva de Zarazúa emergió como un factor diferenciador: no se derrumbó ante la adversidad, sino que la utilizó como combustible.

El segundo set fue un examen de paciencia y temple. Con la presión del público y la fuerza de una rival local, Zarazúa eligió la herramienta mental que distingue a los atletas de élite: la capacidad de sostenerse en el presente. Punto a punto, respiración tras respiración, no se dejó arrastrar por el error ni por la ansiedad del desenlace. Allí se vio la madurez de una deportista que entiende que el control interno es tan importante como la potencia de un saque o la precisión de un revés.

En el tercer set, con las piernas pesadas y el cansancio acumulado, apareció otro componente clave: la resiliencia psicológica. La mexicana convirtió el desgaste físico en un desafío mental. Mientras Keys mostraba signos de frustración, Zarazúa desplegó un lenguaje corporal firme, confiado, capaz de enviar un mensaje silencioso pero poderoso: “aquí sigo, no me voy a romper”.

Más allá del resultado, este partido obliga a la reflexión sobre el tenis y el deporte mexicano. Durante décadas, los atletas nacionales han convivido con la sombra del “casi”: llegar lejos, competir con dignidad, pero no dar ese salto que se escribe en la historia grande. Zarazúa acaba de demostrar que ese límite no es físico ni técnico, sino sobre todo mental.

Su victoria en Nueva York es una metáfora: México tiene talento, pero necesita entrenar la psicología de la excelencia. Porque el talento abre la puerta, pero es la mente la que sostiene el paso frente a la presión de la élite.

En la noche en que venció a Madison Keys, Renata Zarazúa no solo ganó un partido. Derribó una barrera cultural: la idea de que los mexicanos no pueden imponerse a las potencias en la cancha más grande. Con cada punto, con cada grito, dejó claro que la verdadera Top Ten no está en el ranking, sino en la mente que sabe resistir, creer y ejecutar en el momento decisivo.

 

Esa es la victoria más profunda.


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Entre la Diversión y la Competencia: El Dilema Oculto del Alto Rendimiento

 

El deporte de alto rendimiento, con toda su exigencia, es un escenario donde conviven emociones contradictorias: la presión por competir y el deseo de disfrutar. Este choque ha sido interpretado durante décadas como una dicotomía irreconciliable: o el atleta se entrega al rigor competitivo hasta el sacrificio total, o privilegia el gozo del juego sin alcanzar la excelencia. Sin embargo, esta aparente contradicción podría ser un espejismo generado por nuestros propios sesgos cognitivos.

Caemos con facilidad en el sesgo del resultado, reduciendo el valor del deportista a si gana o pierde; ignoramos el proceso formativo que lo sostiene. También incurrimos en el sesgo de supervivencia, pues solemos estudiar solo a los campeones olímpicos o mundiales, sin mirar a quienes, con igual esfuerzo y talento, no llegaron al podio. Y, sobre todo, nos dejamos atrapar por el falso dilema: pensar que diversión y competencia son fuerzas opuestas, cuando en realidad pueden coexistir en tensión creativa.

El destacado entrenador y metodólogo Tadeus Kevka  lo expresó con claridad: “El verdadero secreto del atleta de excelencia no está en sacrificar la sonrisa por la victoria, sino en sostener la chispa del juego dentro del fuego de la competencia.”

La investigación científica lo respalda. De acuerdo con la Teoría de la Autodeterminación de Deci y Ryan (1985), los atletas que sostienen una motivación intrínseca —disfrutar el entrenamiento, aprender de los errores, perfeccionar la técnica— muestran mayor resiliencia, menor desgaste y carreras más largas. En contraste, quienes dependen exclusivamente de la motivación extrínseca —reconocimiento, dinero, medallas— tienden a sufrir mayor ansiedad, burnout y abandono prematuro.

Este hallazgo conecta directamente con la diferencia entre objetivos de proceso y objetivos de resultado.

* Los **objetivos de resultado** se centran en ganar: ser campeón, romper un récord, vencer al rival. Son visibles, atractivos y motivadores, pero en gran medida están fuera del control del atleta.

* Los **objetivos de proceso** se enfocan en aquello que el deportista controla: ejecutar correctamente la técnica, mantener la atención plena, regular la respiración bajo presión, sostener la actitud competitiva durante todo el encuentro.

Cuando el atleta orienta su mente al proceso, ocurren dos fenómenos clave:

1. **Disminuye la ansiedad competitiva**, porque deja de luchar contra factores externos que no controla (el rival, el clima, las decisiones arbitrales).

2. **Se incrementa la sensación de disfrute**, ya que cada entrenamiento y competencia se convierten en oportunidades de aprendizaje y autoexploración, no en juicios definitivos sobre su valor personal.

El dilema puede ilustrarse con una analogía sencilla: **el arco y su cuerda**.

* Una cuerda floja no dispara: representa al atleta que solo juega sin disciplina ni exigencia.

* Una cuerda demasiado tensa se rompe: es el deportista que vive únicamente para el resultado, atrapado en la presión.

* La excelencia surge en la **tensión justa**, cuando el arquero se concentra en el proceso de apuntar y soltar, no en la obsesión por ver la flecha ya clavada en el blanco.

Esta mirada no significa restar importancia a los logros. Al contrario, revaloriza la competencia, pero desde una base sostenible. Como ha mostrado **Csikszentmihalyi (1990)** en su teoría del *flow*, el estado óptimo de rendimiento aparece cuando los desafíos son altos pero las habilidades también, y el atleta está plenamente concentrado en la tarea, disfrutando el proceso. El resultado, en esos casos, suele llegar como consecuencia natural.

El dilema entre diversión y competencia en el deporte de alto rendimiento no es real, sino un producto de nuestra manera de pensar. La clave para resolverlo no está en elegir entre uno u otro, sino en **cambiar el enfoque de los objetivos**. Los **objetivos de resultado** son importantes porque dan dirección y sentido, pero deben convivir con los **objetivos de proceso**, que sostienen la motivación, reducen la ansiedad y preservan el gozo del juego. Solo así el deportista puede vivir la competencia como un espacio de crecimiento y no como una condena.

Como decía Viktor Frankl, *“quien tiene un porqué, soporta cualquier cómo”*. En el deporte, ese “porqué” no puede ser únicamente la medalla: debe ser también el disfrute del camino, la mejora diaria, la sensación de que cuerpo y mente entran en sincronía. La excelencia, entonces, no surge de la renuncia al juego ni del sacrificio ciego, sino de la armonía entre rigor y disfrute. Porque sin juego no hay grandeza, y sin grandeza, la victoria es solo una medalla vacía.


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La Confianza en Exceso, un Enemigo que Juega contigo Pero en tu Contra.


 

En el deporte, hay rivales que se estudian en video, se analizan en pizarras y se enfrentan cara a cara. Pero existe otro, más sigiloso y traicionero, que no viste uniforme ni aparece en la lista de alineaciones: el exceso de confianza. Es un enemigo silencioso que se infiltra en la mente de los atletas cuando las victorias se vuelven costumbre y los aplausos empiezan a sonar más fuerte que las advertencias.

La historia está llena de favoritos que se desplomaron en el momento clave. Sucede en todas las disciplinas y en todos los niveles. El guion casi nunca cambia: el equipo o el atleta llega con un historial impecable, con la prensa augurando un resultado obvio, y con un rival que parece menor. Y ahí, en esa aparente certeza, se instala el virus de la relajación. Se entrena un poco menos, se concentra un poco menos, se corre un poco menos… porque “ya está ganado”.

Mike Tyson, el hombre que infundía miedo antes de lanzar el primer golpe, lo aprendió de la manera más dolorosa en 1990, cuando subestimó a Buster Douglas. La derrota no llegó solo por un golpe certero; llegó mucho antes, en los entrenamientos flojos, en la falta de preparación, en la confianza excesiva de quien cree que su nombre basta para ganar. La campana de esa noche en Tokio fue más que el inicio de un round: fue una lección universal para el deporte.

El exceso de confianza no siempre se nota como arrogancia. Muchas veces se disfraza de calma, de sonrisas en el calentamiento, de bromas en el vestidor. Y es peligroso porque adormece los reflejos y apaga la intensidad. El jugador que antes disputaba cada balón como si fuera el último, ahora deja pasar uno, y luego otro, convencido de que habrá tiempo para recuperarse. Pero en el deporte, el tiempo no se recupera.

Los psicólogos deportivos insisten en que la mejor manera de combatir este fenómeno es mantener la mente en modo reto. Los campeones no se conforman con ganar, buscan mejorar aun cuando ya van por delante. Messi entrenando bajo lluvia, Serena Williams repitiendo un saque una y otra vez, Novak Djokovic trabajando su concentración incluso después de un título… son ejemplos de que la excelencia no se alimenta de la fama, sino de la disciplina constante.

En el deporte, la confianza es necesaria, pero debe estar siempre acompañada de humildad competitiva. Porque el exceso de confianza puede ganar partidos en la imaginación, pero en la realidad, solo la preparación y la concentración los sellan en el marcador. La próxima vez que escuches a alguien decir “esto ya está ganado”, recuerda que los trofeos no se entregan antes del silbatazo final. Y que el rival más difícil no siempre está en frente… a veces está en tu propia cabeza.

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Pelea Mental Antes del Golpe: El Día que Ali Psicologeó a su Propio Equipo

 

Era la víspera de una de las peleas más esperadas del siglo. En un rincón, George Foreman, el invicto, el hombre con puños de acero, que había destruido a todos sus rivales con frialdad quirúrgica. En el otro, Muhammad Ali, el poeta del ring, el bailarín entre las sogas, el rebelde que hablaba tanto como golpeaba, aunque ahora, mientras se vendaba las manos, parecía hablar poco. Pero no por falta de confianza… sino porque estaba observando.

Miró a su equipo. Esos hombres que lo habían acompañado durante meses, afinando cada músculo, puliendo cada reacción, alimentándolo no solo de comida sino de horas de estrategia, de esfuerzo compartido, de fraternidad silenciosa. Y sin embargo, sus rostros eran pálidos, sus ojos huidizos, como si ya supieran el final de la historia.

“¿Por qué lucen tan asustados, como si fuera mi funeral? Yo soy el que va a pelear.” La voz de Ali, clara, sin ira, partió el aire con una mezcla de sorpresa y decepción. No estaba reclamando. Estaba despertándolos. Porque a veces, incluso los más cercanos pueden olvidarse del pacto: si entrenamos juntos, también creemos juntos. Ali no solo necesitaba una esquina que le pasara la toalla. Necesitaba corazones firmes que le devolvieran la mirada con fe.

“Se creyeron toda esa basura que decían sobre mí… sobre que me van a matar.”
Lo dijo casi con ternura. Sabía lo que el miedo hace en la mente: la infecta de lo ajeno. Los suyos habían dejado entrar el relato del enemigo, ese cuento de que Foreman era invencible, de que él, Ali, ya era un mito gastado. El problema no era Foreman. Era la rendición interna de su equipo. Y entonces, Ali hizo lo que hacen los grandes líderes: no se defendió. No suplicó. No se aisló. Reeducó. Se levantó como un psicólogo que conoce a su paciente y le dice: “Tú vales más que lo que te estás diciendo ahora.” Porque cuando alguien cercano deja de confiar en ti, muchas veces es porque ha dejado de confiar en sí mismo.

“Ustedes son mis amigos y me prepararon. El público nos espera.”
En esa frase estaba la clave de todo. Ali los regresaba al centro del escenario: nosotros. No yo. Los integraba. Les devolvía el protagonismo. Porque sabía que si la mente del equipo estaba vencida, esa emoción lo envolvería también a él al salir al ring. “Al demonio con Foreman y al demonio esas dudas de ustedes hacia mí.”

Ahí, con esa frase cargada de fuego, Ali rompió el hechizo. El miedo ajeno ya no tenía permiso de vivir en su espacio. Porque lo que estaba en juego no era solo una pelea, era la integridad de la creencia colectiva, la autoridad de la preparación, la dignidad del camino recorrido. ¿De qué sirve entrenar si al final no confías en lo que hiciste? “Si cuando salgamos y lo vean, sonrían y digan: ‘Ali es grande’.”

No era una orden de vanidad. Era un ritual psicológico. Una programación emocional para entrar con la actitud correcta. Sonreír, decir, creer… todo eso entrena el alma antes de que el cuerpo reciba el primer golpe. Era la forma de neutralizar la duda con acto simbólico. Porque el cuerpo sigue al lenguaje. Y el lenguaje edifica la emoción. “¿Creen que ganaré la pelea si salgo pensando como ustedes?” Esa pregunta los desnudó a todos. Porque Ali tenía razón: la mente anticipa lo que permite. Y si no se permitían la victoria, ni la imaginación, ni la táctica, ni el esfuerzo los llevaría a ella. Ganar empieza en el pensamiento, no en el golpe.

“Ustedes son los que me prepararon… pues confíen en ustedes. Y en especial, confíen en mí.” Ali les dio una última oportunidad. De recordar por qué estaban ahí. De volver a creer. Les tendió la mano sin rencor, como quien comprende que a veces, incluso los más fuertes necesitan ser recordados de su fortaleza.

Ese día, Ali no solo venció a Foreman. Venció a la narrativa del miedo, a la fragilidad emocional del entorno, a la presión mediática, a los fantasmas que sus propios hombres habían dejado entrar. Les devolvió la fe. Les recordó que no basta con hacer las cosas bien: hay que creer en lo que uno hace. Que si alguien va a la batalla por ti, lo mínimo es que creas que va a volver.

Y así, entre vendajes y miradas revueltas, se dio la verdadera victoria: la pelea mental antes del golpe.


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La Mentalidad de Alto Rendimiento en la Adolescencia


 Lía y Mía Cueva flotan unos segundos en el aire antes de zambullirse en el agua con la precisión de un reloj suizo. Son adolescentes mexicanas, hermanas, amigas y clavadistas. En el Mundial de Singapur 2025, conquistaron la medalla de bronce en la final de trampolín de 3 metros sincronizado. Pero su verdadero logro va más allá del podio. Su historia representa una respuesta viva y dinámica a una pregunta esencial que muchos entrenadores, familias y psicólogos deportivos enfrentan hoy:

La alta competencia deportiva se ha convertido en un sistema que exige precocidad. Atletas de élite emergen cada vez más jóvenes, enfrentando rutinas exigentes que demandan excelencia física, táctica, técnica y psicológica. Sin embargo, en medio de esta carrera por el rendimiento temprano, a menudo se olvida que el adolescente no es un adulto pequeño, sino un ser humano en plena formación. Su estructura psicológica está en construcción: identidad, autonomía, autoestima, propósito. Todo está en juego.

Desde la psicología del desarrollo, la adolescencia es un tiempo de crisis positiva. Las estructuras infantiles ya no sirven, y el adulto todavía no está formado. Hay un espacio de transformación donde el adolescente busca respuestas a tres grandes preguntas: ¿Quién soy? ¿Qué valgo? ¿Para qué sirvo? En este marco, introducir la mentalidad de alto rendimiento puede ser una herramienta valiosa si se hace de forma ética, consciente y progresiva. Pero también puede convertirse en una carga aplastante si se impone con los códigos del adulto competitivo y resultadista, sin respetar los tiempos psicológicos de maduración.

El proyecto deportivo de Lía y Mía fue cuidadosamente planificado por un equipo interdisciplinario que entendía la diferencia entre formar campeonas y formar personas que eligen competir con grandeza. El proceso partió de una base clara: el deporte no debía sustituir la vida emocional, social ni educativa de las adolescentes. Debía integrarse a ella como un componente significativo. Este enfoque permitió que sus entrenamientos fueran exigentes pero no tóxicos. Aprendieron a convivir con la disciplina sin perder la curiosidad ni la alegría. A diferencia de muchos otros proyectos centrados en el resultado, sus entrenadores y psicólogos comprendieron que la medalla era un efecto, no una causa. Lo primero era cultivar una relación sana con el deporte, el cuerpo, el error y la victoria.

Uno de los principales errores al trabajar con adolescentes en el alto rendimiento es fomentar una identidad rígida: “soy deportista y nada más”. Esto genera un desequilibrio peligroso: si fallan en el deporte, sienten que fallan como personas.

Otro gran error es usar recompensas externas como única fuente de motivación: aplausos, fama, becas, atención mediática. Si bien estas tienen un lugar, no deben ser el motor principal. La motivación más sostenible es la que nace de dentro: el placer por mejorar, el gozo del reto, la conexión con el cuerpo.

Lía y Mía fueron guiadas para encontrar ese tipo de motivación. Se les ayudó a convertir los entrenamientos en desafíos personales, no en pruebas para complacer a otros. De esta forma, cuando fallaban, no se hundían. Y cuando ganaban, no se perdían en el ego.

La presión en el alto rendimiento es inevitable. Pero no es lo mismo vivir bajo presión que vivir oprimido. Una de las competencias más importantes que desarrollaron fue la regulación emocional: aprender a respirar, soltar, observar sus pensamientos sin dejarse arrastrar por ellos.

En su entrenamiento mental, se les enseñó a vivir cada competencia como una oportunidad, no como un examen. A reconocer el nerviosismo como parte del juego, no como un signo de debilidad. Y sobre todo, a poner los resultados en perspectiva: un día malo no destruye su valor, ni un triunfo las convierte en invencibles.

El alto rendimiento en adolescentes no es una utopía ni una amenaza en sí mismo. Todo depende de cómo se transita. No se trata de bajar la exigencia, sino de elevar el nivel de conciencia. De entender que el cuerpo de un atleta puede rendir al máximo sin que su mente se rompa. De asumir que un deportista adolescente no está terminando su camino, sino apenas comenzando.

Lía y Mía Cueva demostraron en Singapur que se puede volar alto sin perder el alma en el intento. Su medalla de bronce no es solo un logro deportivo: es una lección ética, pedagógica y psicológica. Nos recuerda que el verdadero salto es interno: se trata de crecer, competir y aprender sin dejar de ser humanos.

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Benjamin Gil, Una Mentalidad Enorme


 

Cuando pensamos en figuras emblemáticas del béisbol mexicano, el nombre de Benjamín “Benji” Gil surge con fuerza. No solo por sus logros, sino por la historia que hay detrás de cada jugada, cada temporada y cada título. Para entender su grandeza en el deporte, es necesario asomarnos no solo a su habilidad con el bate o el guante, sino a la mente que lo acompañó durante más de dos décadas en la élite.

Desde joven, Benji no solo fue un jugador talentoso, sino alguien que sabía que el béisbol era más que un juego físico. Sabía que el verdadero desafío estaba en el equilibrio mental, en mantener la motivación día tras día, año tras año. La larga travesía de 21 años en el béisbol profesional no se sostiene solo con fuerza o destreza, sino con una resiliencia que se forja en el fuego de la adversidad. No hay carrera sin obstáculos: lesiones, derrotas inesperadas, cambios de equipo y la constante presión de rendir en escenarios donde el mínimo error puede costar caro.

Pero Gil encontró en esos retos una fuente de aprendizaje. Su mente, entrenada para recuperarse y adaptarse, construyó un camino donde cada dificultad era un peldaño para crecer. Su motivación no dependía exclusivamente de premios o reconocimientos, sino de una pasión intrínseca por ser mejor que ayer, por alcanzar la excelencia, sin importar las circunstancias. Esa fuerza interna lo llevó a ganar cuatro campeonatos en la Liga Mexicana del Pacífico, títulos en la Liga Mexicana de Béisbol y dos coronas en la prestigiosa Serie del Caribe.

El paso de los años trajo consigo un nuevo rol: de jugador a manager. Aquí, la psicología del deporte se manifiesta en otra dimensión. Gil comprendió que liderar un equipo no es solo dictar estrategias, sino inspirar, conectar y motivar. Como mánager, su éxito radica en su habilidad para comprender a sus jugadores, para manejar las emociones colectivas y crear un ambiente donde la confianza y la cohesión son la base del triunfo.

Dirigir a la selección mexicana en el Clásico Mundial de Béisbol representa un desafío inmenso, no solo técnico, sino emocional. Bajo el reflector internacional, con millones de expectativas, mantener la calma, tomar decisiones acertadas y contagiar seguridad es tarea de un líder con una fortaleza mental excepcional. Benji Gil encarna ese tipo de líder, capaz de transformar la presión en energía positiva, y el miedo en oportunidad.

Más allá de las estadísticas, lo que define a Gil es su capacidad para regular sus emociones, para no dejar que la ansiedad o la frustración dominen su juego. Esa estabilidad emocional se transmite a su equipo, generando un efecto multiplicador que fortalece la mentalidad ganadora colectiva.

Finalmente, la historia de Benjamín Gil es una lección viva de cómo el deporte exige más que talento físico. Requiere una mente entrenada para la perseverancia, el liderazgo y la autorregulación. Es la combinación de estas cualidades psicológicas la que ha forjado su legado, convirtiéndolo no solo en un campeón dentro del diamante, sino en un referente inspirador para todas las generaciones que sueñan con triunfar en el béisbol y en la vida.

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La Psicología del Puntero en un Equipo de Ciclismo de Ruta


 El ciclismo de ruta no es solo una prueba de resistencia física, sino un arte colectivo que combina estrategia, sacrificio y precisión mental. Dentro de la estructura de un equipo ciclista, el puntero —también conocido como líder de carrera o “capitán de ruta”— representa la figura clave, alrededor de la cual gira la estrategia del equipo. Más allá de su capacidad atlética, el puntero necesita dominar habilidades psicológicas altamente sofisticadas: autoconfianza inquebrantable, gestión emocional en momentos límite, liderazgo por influencia, tolerancia a la presión, y pensamiento estratégico en tiempo real. Este ensayo explora estas dimensiones psicológicas que construyen al puntero como figura mentalmente dominante en un deporte altamente colectivo y competitivo.

El puntero no siempre es el más rápido en un sprint ni el más explosivo en la montaña, sino el más inteligente psicológicamente en la toma de decisiones durante la carrera. Es quien entiende el ritmo, interpreta las condiciones del pelotón y visualiza los escenarios futuros en medio de la fatiga extrema. Esta anticipación estratégica requiere pensamiento flexible y una alta capacidad para procesar información bajo estrés, habilidades que la psicología del alto rendimiento entrena mediante técnicas de visualización, simulaciones de carrera, toma de decisiones en segundos y tolerancia a la ambigüedad.

La figura del puntero es la del líder silencioso, que debe demostrar fortaleza interna incluso cuando su cuerpo clama por detenerse. Su seguridad no solo le sirve a él, sino que se proyecta hacia el resto del equipo, que se motiva al ver a su líder firme en su objetivo. En psicología del deporte, esta autoconfianza se cultiva mediante el entrenamiento mental, la autoafirmación, la gestión del diálogo interno y el desarrollo de una identidad mental fuerte que no depende de los resultados sino del proceso.

Además, el puntero debe tener una capacidad superior para regular sus emociones. Saber cuándo atacar, cuándo contenerse, cuándo delegar, cuándo resistir la provocación de un rival, requiere más que piernas: requiere un dominio emocional aprendido. La técnica de mindfulness competitivo y el control de la respiración ayudan a mantener la mente centrada en el presente, sin que el miedo al fracaso o el deseo de gloria nublen el juicio.

En el ciclismo de ruta, el puntero no gana solo: necesita del gregario que le corta el viento, del compañero que va por agua, y del director técnico que da instrucciones. El puntero exitoso no impone su liderazgo; lo construye mediante la confianza mutua, la empatía táctica y la visión compartida del objetivo. En este sentido, su liderazgo se parece más al del director de orquesta que al del general militar.

 El puntero debe conocer a su equipo no solo físicamente, sino emocionalmente. Saber quién responde bien bajo presión, quién necesita un grito motivador, y quién se derrumba con el mínimo contratiempo. Esta inteligencia interpersonal es esencial, y se entrena con sesiones grupales de cohesión, comunicación no verbal y simulaciones bajo presión psicológica.

Pese a estar rodeado, el puntero también experimenta la soledad del liderazgo, especialmente en momentos donde debe decidir sin consultar, o sacrificar una victoria personal por el bien del equipo. En estos momentos, emerge una dimensión ética y psicológica: el sentido del deber por encima del ego. Esta dimensión está profundamente ligada al concepto de madurez deportiva y al desarrollo de una visión trascendente de su papel en el equipo.

Ser puntero en un equipo de ciclismo de ruta es ser un estratega, un líder emocional y un ejecutor bajo presión. Su mente es su arma más poderosa. La psicología del puntero no solo se entrena en el gimnasio o sobre la bicicleta, sino en el silencio de la visualización, en la práctica de la autorregulación, en el cultivo de relaciones humanas sólidas y en la capacidad de tomar decisiones éticas bajo fuego. El ciclismo, como la vida, premia a quien sabe mantenerse firme en la incertidumbre. Y es allí donde el puntero se hace leyenda.

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