La psicología de Renata Zarazúa: la mente que venció a una Top Ten

 

Nueva York. — En la catedral del tenis estadounidense, Renata Zarazúa, de 27 años, rompió una de las barreras más pesadas del deporte mexicano: derrotar a una Top Ten mundial. Su triunfo ante Madison Keys, sexta del ranking, con parciales de 6-7, 7-6 y 7-5 tras más de tres horas de batalla, no solo es un resultado histórico. Es, sobre todo, la muestra de que en el alto rendimiento la mente es el arma decisiva.

Porque la historia podría haber terminado en el primer set, cuando la mexicana cedió en un tiebreak que parecía inclinar el partido hacia la lógica del ranking. Sin embargo, la psicología competitiva de Zarazúa emergió como un factor diferenciador: no se derrumbó ante la adversidad, sino que la utilizó como combustible.

El segundo set fue un examen de paciencia y temple. Con la presión del público y la fuerza de una rival local, Zarazúa eligió la herramienta mental que distingue a los atletas de élite: la capacidad de sostenerse en el presente. Punto a punto, respiración tras respiración, no se dejó arrastrar por el error ni por la ansiedad del desenlace. Allí se vio la madurez de una deportista que entiende que el control interno es tan importante como la potencia de un saque o la precisión de un revés.

En el tercer set, con las piernas pesadas y el cansancio acumulado, apareció otro componente clave: la resiliencia psicológica. La mexicana convirtió el desgaste físico en un desafío mental. Mientras Keys mostraba signos de frustración, Zarazúa desplegó un lenguaje corporal firme, confiado, capaz de enviar un mensaje silencioso pero poderoso: “aquí sigo, no me voy a romper”.

Más allá del resultado, este partido obliga a la reflexión sobre el tenis y el deporte mexicano. Durante décadas, los atletas nacionales han convivido con la sombra del “casi”: llegar lejos, competir con dignidad, pero no dar ese salto que se escribe en la historia grande. Zarazúa acaba de demostrar que ese límite no es físico ni técnico, sino sobre todo mental.

Su victoria en Nueva York es una metáfora: México tiene talento, pero necesita entrenar la psicología de la excelencia. Porque el talento abre la puerta, pero es la mente la que sostiene el paso frente a la presión de la élite.

En la noche en que venció a Madison Keys, Renata Zarazúa no solo ganó un partido. Derribó una barrera cultural: la idea de que los mexicanos no pueden imponerse a las potencias en la cancha más grande. Con cada punto, con cada grito, dejó claro que la verdadera Top Ten no está en el ranking, sino en la mente que sabe resistir, creer y ejecutar en el momento decisivo.

 

Esa es la victoria más profunda.


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Entre la Diversión y la Competencia: El Dilema Oculto del Alto Rendimiento

 

El deporte de alto rendimiento, con toda su exigencia, es un escenario donde conviven emociones contradictorias: la presión por competir y el deseo de disfrutar. Este choque ha sido interpretado durante décadas como una dicotomía irreconciliable: o el atleta se entrega al rigor competitivo hasta el sacrificio total, o privilegia el gozo del juego sin alcanzar la excelencia. Sin embargo, esta aparente contradicción podría ser un espejismo generado por nuestros propios sesgos cognitivos.

Caemos con facilidad en el sesgo del resultado, reduciendo el valor del deportista a si gana o pierde; ignoramos el proceso formativo que lo sostiene. También incurrimos en el sesgo de supervivencia, pues solemos estudiar solo a los campeones olímpicos o mundiales, sin mirar a quienes, con igual esfuerzo y talento, no llegaron al podio. Y, sobre todo, nos dejamos atrapar por el falso dilema: pensar que diversión y competencia son fuerzas opuestas, cuando en realidad pueden coexistir en tensión creativa.

El destacado entrenador y metodólogo Tadeus Kevka  lo expresó con claridad: “El verdadero secreto del atleta de excelencia no está en sacrificar la sonrisa por la victoria, sino en sostener la chispa del juego dentro del fuego de la competencia.”

La investigación científica lo respalda. De acuerdo con la Teoría de la Autodeterminación de Deci y Ryan (1985), los atletas que sostienen una motivación intrínseca —disfrutar el entrenamiento, aprender de los errores, perfeccionar la técnica— muestran mayor resiliencia, menor desgaste y carreras más largas. En contraste, quienes dependen exclusivamente de la motivación extrínseca —reconocimiento, dinero, medallas— tienden a sufrir mayor ansiedad, burnout y abandono prematuro.

Este hallazgo conecta directamente con la diferencia entre objetivos de proceso y objetivos de resultado.

* Los **objetivos de resultado** se centran en ganar: ser campeón, romper un récord, vencer al rival. Son visibles, atractivos y motivadores, pero en gran medida están fuera del control del atleta.

* Los **objetivos de proceso** se enfocan en aquello que el deportista controla: ejecutar correctamente la técnica, mantener la atención plena, regular la respiración bajo presión, sostener la actitud competitiva durante todo el encuentro.

Cuando el atleta orienta su mente al proceso, ocurren dos fenómenos clave:

1. **Disminuye la ansiedad competitiva**, porque deja de luchar contra factores externos que no controla (el rival, el clima, las decisiones arbitrales).

2. **Se incrementa la sensación de disfrute**, ya que cada entrenamiento y competencia se convierten en oportunidades de aprendizaje y autoexploración, no en juicios definitivos sobre su valor personal.

El dilema puede ilustrarse con una analogía sencilla: **el arco y su cuerda**.

* Una cuerda floja no dispara: representa al atleta que solo juega sin disciplina ni exigencia.

* Una cuerda demasiado tensa se rompe: es el deportista que vive únicamente para el resultado, atrapado en la presión.

* La excelencia surge en la **tensión justa**, cuando el arquero se concentra en el proceso de apuntar y soltar, no en la obsesión por ver la flecha ya clavada en el blanco.

Esta mirada no significa restar importancia a los logros. Al contrario, revaloriza la competencia, pero desde una base sostenible. Como ha mostrado **Csikszentmihalyi (1990)** en su teoría del *flow*, el estado óptimo de rendimiento aparece cuando los desafíos son altos pero las habilidades también, y el atleta está plenamente concentrado en la tarea, disfrutando el proceso. El resultado, en esos casos, suele llegar como consecuencia natural.

El dilema entre diversión y competencia en el deporte de alto rendimiento no es real, sino un producto de nuestra manera de pensar. La clave para resolverlo no está en elegir entre uno u otro, sino en **cambiar el enfoque de los objetivos**. Los **objetivos de resultado** son importantes porque dan dirección y sentido, pero deben convivir con los **objetivos de proceso**, que sostienen la motivación, reducen la ansiedad y preservan el gozo del juego. Solo así el deportista puede vivir la competencia como un espacio de crecimiento y no como una condena.

Como decía Viktor Frankl, *“quien tiene un porqué, soporta cualquier cómo”*. En el deporte, ese “porqué” no puede ser únicamente la medalla: debe ser también el disfrute del camino, la mejora diaria, la sensación de que cuerpo y mente entran en sincronía. La excelencia, entonces, no surge de la renuncia al juego ni del sacrificio ciego, sino de la armonía entre rigor y disfrute. Porque sin juego no hay grandeza, y sin grandeza, la victoria es solo una medalla vacía.


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La Confianza en Exceso, un Enemigo que Juega contigo Pero en tu Contra.


 

En el deporte, hay rivales que se estudian en video, se analizan en pizarras y se enfrentan cara a cara. Pero existe otro, más sigiloso y traicionero, que no viste uniforme ni aparece en la lista de alineaciones: el exceso de confianza. Es un enemigo silencioso que se infiltra en la mente de los atletas cuando las victorias se vuelven costumbre y los aplausos empiezan a sonar más fuerte que las advertencias.

La historia está llena de favoritos que se desplomaron en el momento clave. Sucede en todas las disciplinas y en todos los niveles. El guion casi nunca cambia: el equipo o el atleta llega con un historial impecable, con la prensa augurando un resultado obvio, y con un rival que parece menor. Y ahí, en esa aparente certeza, se instala el virus de la relajación. Se entrena un poco menos, se concentra un poco menos, se corre un poco menos… porque “ya está ganado”.

Mike Tyson, el hombre que infundía miedo antes de lanzar el primer golpe, lo aprendió de la manera más dolorosa en 1990, cuando subestimó a Buster Douglas. La derrota no llegó solo por un golpe certero; llegó mucho antes, en los entrenamientos flojos, en la falta de preparación, en la confianza excesiva de quien cree que su nombre basta para ganar. La campana de esa noche en Tokio fue más que el inicio de un round: fue una lección universal para el deporte.

El exceso de confianza no siempre se nota como arrogancia. Muchas veces se disfraza de calma, de sonrisas en el calentamiento, de bromas en el vestidor. Y es peligroso porque adormece los reflejos y apaga la intensidad. El jugador que antes disputaba cada balón como si fuera el último, ahora deja pasar uno, y luego otro, convencido de que habrá tiempo para recuperarse. Pero en el deporte, el tiempo no se recupera.

Los psicólogos deportivos insisten en que la mejor manera de combatir este fenómeno es mantener la mente en modo reto. Los campeones no se conforman con ganar, buscan mejorar aun cuando ya van por delante. Messi entrenando bajo lluvia, Serena Williams repitiendo un saque una y otra vez, Novak Djokovic trabajando su concentración incluso después de un título… son ejemplos de que la excelencia no se alimenta de la fama, sino de la disciplina constante.

En el deporte, la confianza es necesaria, pero debe estar siempre acompañada de humildad competitiva. Porque el exceso de confianza puede ganar partidos en la imaginación, pero en la realidad, solo la preparación y la concentración los sellan en el marcador. La próxima vez que escuches a alguien decir “esto ya está ganado”, recuerda que los trofeos no se entregan antes del silbatazo final. Y que el rival más difícil no siempre está en frente… a veces está en tu propia cabeza.

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Pelea Mental Antes del Golpe: El Día que Ali Psicologeó a su Propio Equipo

 

Era la víspera de una de las peleas más esperadas del siglo. En un rincón, George Foreman, el invicto, el hombre con puños de acero, que había destruido a todos sus rivales con frialdad quirúrgica. En el otro, Muhammad Ali, el poeta del ring, el bailarín entre las sogas, el rebelde que hablaba tanto como golpeaba, aunque ahora, mientras se vendaba las manos, parecía hablar poco. Pero no por falta de confianza… sino porque estaba observando.

Miró a su equipo. Esos hombres que lo habían acompañado durante meses, afinando cada músculo, puliendo cada reacción, alimentándolo no solo de comida sino de horas de estrategia, de esfuerzo compartido, de fraternidad silenciosa. Y sin embargo, sus rostros eran pálidos, sus ojos huidizos, como si ya supieran el final de la historia.

“¿Por qué lucen tan asustados, como si fuera mi funeral? Yo soy el que va a pelear.” La voz de Ali, clara, sin ira, partió el aire con una mezcla de sorpresa y decepción. No estaba reclamando. Estaba despertándolos. Porque a veces, incluso los más cercanos pueden olvidarse del pacto: si entrenamos juntos, también creemos juntos. Ali no solo necesitaba una esquina que le pasara la toalla. Necesitaba corazones firmes que le devolvieran la mirada con fe.

“Se creyeron toda esa basura que decían sobre mí… sobre que me van a matar.”
Lo dijo casi con ternura. Sabía lo que el miedo hace en la mente: la infecta de lo ajeno. Los suyos habían dejado entrar el relato del enemigo, ese cuento de que Foreman era invencible, de que él, Ali, ya era un mito gastado. El problema no era Foreman. Era la rendición interna de su equipo. Y entonces, Ali hizo lo que hacen los grandes líderes: no se defendió. No suplicó. No se aisló. Reeducó. Se levantó como un psicólogo que conoce a su paciente y le dice: “Tú vales más que lo que te estás diciendo ahora.” Porque cuando alguien cercano deja de confiar en ti, muchas veces es porque ha dejado de confiar en sí mismo.

“Ustedes son mis amigos y me prepararon. El público nos espera.”
En esa frase estaba la clave de todo. Ali los regresaba al centro del escenario: nosotros. No yo. Los integraba. Les devolvía el protagonismo. Porque sabía que si la mente del equipo estaba vencida, esa emoción lo envolvería también a él al salir al ring. “Al demonio con Foreman y al demonio esas dudas de ustedes hacia mí.”

Ahí, con esa frase cargada de fuego, Ali rompió el hechizo. El miedo ajeno ya no tenía permiso de vivir en su espacio. Porque lo que estaba en juego no era solo una pelea, era la integridad de la creencia colectiva, la autoridad de la preparación, la dignidad del camino recorrido. ¿De qué sirve entrenar si al final no confías en lo que hiciste? “Si cuando salgamos y lo vean, sonrían y digan: ‘Ali es grande’.”

No era una orden de vanidad. Era un ritual psicológico. Una programación emocional para entrar con la actitud correcta. Sonreír, decir, creer… todo eso entrena el alma antes de que el cuerpo reciba el primer golpe. Era la forma de neutralizar la duda con acto simbólico. Porque el cuerpo sigue al lenguaje. Y el lenguaje edifica la emoción. “¿Creen que ganaré la pelea si salgo pensando como ustedes?” Esa pregunta los desnudó a todos. Porque Ali tenía razón: la mente anticipa lo que permite. Y si no se permitían la victoria, ni la imaginación, ni la táctica, ni el esfuerzo los llevaría a ella. Ganar empieza en el pensamiento, no en el golpe.

“Ustedes son los que me prepararon… pues confíen en ustedes. Y en especial, confíen en mí.” Ali les dio una última oportunidad. De recordar por qué estaban ahí. De volver a creer. Les tendió la mano sin rencor, como quien comprende que a veces, incluso los más fuertes necesitan ser recordados de su fortaleza.

Ese día, Ali no solo venció a Foreman. Venció a la narrativa del miedo, a la fragilidad emocional del entorno, a la presión mediática, a los fantasmas que sus propios hombres habían dejado entrar. Les devolvió la fe. Les recordó que no basta con hacer las cosas bien: hay que creer en lo que uno hace. Que si alguien va a la batalla por ti, lo mínimo es que creas que va a volver.

Y así, entre vendajes y miradas revueltas, se dio la verdadera victoria: la pelea mental antes del golpe.


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