domingo, 4 de mayo de 2025

Las Cicatrices del Alma y la Vida, como en la Competencia merecen respeto.


 

La vida como en la competencia deportiva, con su ritmo impredecible, nos hiere. No con la intención de destruirnos, sino con la misteriosa misión de forjarnos. Cada herida que deja su marca en nuestro cuerpo o en nuestro espíritu no es simplemente un rastro del dolor pasado, sino la prueba viva de que hemos sobrevivido. Las cicatrices emocionales o fisicas, entonces, no deberían avergonzarnos. Al contrario, son medallas silenciosas que confirman que fuimos capaces de soportar lo insoportable y seguir adelante.

"Las cicatrices son la costura de la memoria", escribió Jeanette Winterson. Esta frase nos invita a mirar nuestras marcas internas no como defectos, sino como narraciones escritas en nuestra piel y en nuestra alma. No hay persona que no haya llorado, perdido, dudado o caído. Pero tampoco hay verdadera madurez sin haber atravesado esos pasajes oscuros. Nuestras cicatrices hablan de lo que nos rompió, pero también de lo que logramos reconstruir.

Hay quienes esconden sus cicatrices por miedo al juicio o a la tristeza. Pero es solo cuando abrazamos nuestra historia completa —con sus luces y sombras— que comenzamos a amarnos de forma íntegra. El verdadero amor propio no nace de la perfección o de los triunfos, sino de la aceptación. Como dijo Carl Jung: "No seremos transformados por la iluminación, sino al hacer consciente la oscuridad." Las cicatrices emocionales o fisicas son parte de esa oscuridad convertida en conciencia, y por lo tanto, en fortaleza.

El dolor, por más injusto que parezca, suele ser un maestro silencioso. A través de él aprendemos la paciencia, la compasión, la resiliencia y, sobre todo, la humanidad. Viktor Frankl, sobreviviente del Holocausto y autor de *El hombre en busca de sentido*, afirmaba que "el sufrimiento deja de ser sufrimiento en el momento en que encuentra un sentido". En cada cicatriz puede haber un propósito: el de hacernos más sensibles, más conscientes, más vivos.

La cultura del bienestar nos empuja constantemente a mostrarnos bien, a ser exitosos y radiantes. Pero a veces, el mayor acto de valentía es mostrarse con todas las grietas, decir "esto también soy yo", y aun así amarse. Amarse con la herida abierta, con el recuerdo de lo que costó sanar. Como dijo Ernest Hemingway:"El mundo rompe a todos, y después, algunos son fuertes en esos lugares rotos."

No hay debilidad en quien ha llorado y se ha levantado. No hay vergüenza en quien ha perdido algo o a alguien y aun así continúa. Las cicatrices no piden lástima, exigen darnos  y pedir respeto. Porque en cada una de ellas hay un relato de supervivencia, un testimonio de que el alma, por rota que esté, sigue siendo digna de amor.

Hoy más que nunca, necesitamos una cultura que celebre las cicatrices. Que reconozca que sanar no siempre significa volver a ser como antes, sino convertirse en algo más fuerte, más auténtico, más compasivo. Y que el amor propio comienza cuando dejamos de desear ser otra persona u otro deportista u otro resultado competitivo, y empezamos a honrar al guerrero que fuimos para llegar hasta donde nos encontramos aquí en esta vida..

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