Lo Privado, lo Confidencial y el Silencio Ético del Psicólogo del Deporte
En
la psicología del deporte hay un momento que se repite una y otra vez: el
atleta se sienta, respira, mira al suelo, y después de unos segundos parece
abrir una puerta que pocas personas conocen. En ese instante, el psicólogo
atraviesa un umbral invisible y entra en un territorio que no pertenece al
club, ni al entrenador, ni a la prensa, ni siquiera al equipo que lo acompaña
diariamente. Entra a la vida personal del deportista, ese espacio íntimo donde
viven sus miedos más primarios, sus heridas más viejas, sus secretos más
silenciosos.
Ese
territorio es lo privado. Y lo privado es sagrado. Se trata del lugar
donde el atleta deja de ser atleta. Ahí es hijo, pareja, hermano, persona
vulnerable, ser humano en estado puro. Ningún profesional debería caminar por
ese espacio sin el cuidado reverente que se tiene al entrar a un templo. Y,
sobre todo, nadie tiene derecho a sacar de ahí nada que no sea estrictamente
necesario para su bienestar.
Hay
otra puerta, distinta, que el deportista también abre, aunque esta pertenece a
un mundo más técnico: el vestidor emocional. Ese espacio donde no habla de su
vida personal, sino de su vida deportiva. Donde reconoce sus dudas antes de
competir, su diálogo interno, la presión del entrenador, las tensiones con sus
compañeros, su manera de enfrentar el error, el cansancio, la exigencia, la
disciplina. Todo aquello que ocurre en la vida invisible del deporte.
Ese
segundo territorio es lo confidencial. Y lo confidencial es un pacto.
A
diferencia de lo privado, lo confidencial sí forma parte de la estructura del
rendimiento, pero aun así pertenece al atleta. El club puede solicitar
información, el entrenador puede pedir orientación, los directivos pueden
exigir explicaciones, pero la información no es suya. Es del deportista. El
psicólogo solo tiene permiso para abrir parte de esa puerta cuando el atleta lo
autoriza y siempre con un propósito claro: mejorar su bienestar y su desempeño,
nunca para entregar información por presión jerárquica ni para ganar
protagonismo dentro de la institución.
Y
es justo entre estas dos puertas —la privada y la confidencial— donde se revela
la verdadera ética del psicólogo del deporte.
Muchos
buscan en este campo prestigio, reconocimiento, visibilidad, o incluso la
ilusión de convertirse en parte de la gloria del atleta. Algunos se toman la
foto con el medallista, presumen haber sido “la clave mental” del campeonato o
insinúan que sin su intervención el rendimiento no habría brillado tanto. En
esos momentos, la ética se desvanece como un espejismo, y la profesión pierde
su dignidad.
Porque
la verdad, la verdad profunda que solo quien ha estado en la trinchera
emocional del alto rendimiento conoce, es que el éxito nunca es del
psicólogo.
El psicólogo no corre, no salta, no anota, no resiste el dolor físico del
entrenamiento, no escucha los abucheos desde la tribuna, no carga con el peso
del marcador cuando faltan segundos. El psicólogo acompaña, sí. Orienta.
Ilumina. Sostiene. Ayuda a ver lo que el atleta no veía y a organizar lo que
parecía desorden. Pero el triunfo es de quien compite.
Creer
lo contrario es una forma elegante de arrogancia.
La ética del
psicólogo del deporte vive en su silencio.
En saber lo que nadie más sabe y guardarlo.
En escuchar historias que jamás contarán en televisión.
En proteger lo privado y manejar con prudencia lo confidencial.
En estar presente sin robar reflectores.
En
desaparecer cuando llega la victoria y aparecer cuando el atleta cae.
El
mejor psicólogo del deporte es el que no presume, sino el que acompaña con
humildad. Es el que entiende que el prestigio se construye no con medallas
ajenas, sino con la confianza que un atleta deposita cuando abre la puerta de
su mundo interior. No hay fama que valga más que ese acto silencioso de entrega
emocional.
Por
eso, lo privado y lo confidencial no son solo categorías técnicas. Son
fronteras morales. Son las señales que separan al profesional ético del
oportunista. Y son, sobre todo, el recordatorio de que el psicólogo del
deporte, más que intervenir, debe honrar la vida del atleta: su vida humana, su
vida profesional y sus logros que, aunque uno haya sido parte del proceso,
jamás serán propios.
En
un campo donde todos quieren contar historias, la ética invita a ser guardián
de ellas. No protagonista.

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